Vidas paralelas: Agis y Cleomenes


No dejan de proceder con razón y tino los que aplican a los ansiosos de gloria la fábula de Ixión, que abrazó a una nube en lugar de Hera, y de aquel congreso nacieron los Centauros, porque también aquellos, abrazando la gloria como una imagen de la virtud, no hacen nada fijo y determinado, sino cosas bastardas y confusas, llevados ora a una parte y otra a otra, siguiendo los deseos y las pasiones ajenas, a manera de lo que los vaqueros de Sófocles dicen de sus manadas: Siendo de éstos los amos, les servimos; y aunque callan, es fuerza hacer su gusto; que es lo que en realidad les sucede a los que gobiernan según los deseos y caprichos de la muchedumbre, sirviendo y complaciendo, para que los llamen demagogos y magistrados; porque a la manera que los que hacen la maniobra en la proa de la nave ven las cosas que se presentan delante antes que el piloto, y sin embargo vuelven la vista a él y hacen lo que les manda, de la misma suerte los que gobiernan y atienden a la gloria sólo son sirvientes y criados de la muchedumbre, aunque tengan el nombre de gobernantes.

Porque el que es consumado y perfectamente bueno ha de saber pasarse sin la gloria, como no sea en cuanto sirve de apoyo para los hechos por la confianza que da. Al que empieza y siente los estímulos de la ambición se le ha de permitir el envanecerse y jactarse hasta cierto punto con la gloria que resulta de las acciones distinguidas, ya que las virtudes que nacen y empiezan a arrojar pimpollos en los que son de esta índole, y sus buenas disposiciones, se fortifican, como dice Teofrasto, con alabanzas, y crecen para en adelante a la par de su noble engreimiento; pero lo demasiado, si siempre es peligroso, en la ambición de mando es una absoluta perdición. Porque conduce a una manía y a un enajenamiento manifiesto a los que llegan a conseguir un gran poder cuando quieren, no que lo honesto sea glorioso, sino que lo glorioso sea precisamente honesto. A la manera, pues, que Foción a Antípatro, que quería de él una cosa menos honesta, le respondió que no podía Foción ser a un mismo tiempo su amigo y su adulador, esto mismo o cosa semejante se ha de decir a la muchedumbre; no puede ser que tengáis a uno mismo por gobernador y por sirviente. Porque sucede de este modo lo que al dragón, del que cuenta la fábula que la cola movió pleito a la cabeza, porque quería guiar alternativamente y a las veces, y no siempre seguir a ésta, y habiéndose puesto a guiar, ella misma se estropeó por no saber conducir, y lastimó a la cabeza, precisada a seguir contra el orden de la naturaleza a una parte ciega y sorda. Esto mismo es lo que hemos visto suceder a muchos que quisieron hacerlo todo en el gobierno a gusto de la muchedumbre; pues que habiéndose puesto en la dependencia de ésta, que se conduce a ciegas, no pudieron después corregir o contener el desorden. Hanos dado ocasión para hablar así de la fama y gloria que nace de la muchedumbre, el haber inferido cuánto es su poder de lo que a Tiberio y Gayo Gracos les sucedió. Eran de excelente carácter, habían sido muy bien educados, se propusieron el mejor objeto al entrar en el gobierno, y sin embargo los perdió no tanto un deseo desmedido de gloria, como el miedo de caer de ella, nacido de una noble causa. Porque habiendo merecido grande amor a sus conciudadanos, tuvieron vergüenza de no continuar, como si hubieran contraído una deuda; y mientras se esfuerzan en sobrepujar siempre con disposiciones útiles los honores que se les dispensan, y son más honrados cuanto más gobiernan a gusto de la muchedumbre, inflamándose a sí mismos con igual pasión respecto del pueblo, y al pueblo respecto de sí, no echaron de ver que habían llegado a punto de no tener ya lugar lo que suele decirse: Si no es bueno, en dejarlo no hay vergüenza; lo que tú mismo comprenderás por la narración. Comparámosle una pareja espartana de demagogos, que son los dos reyes Agis y Cleómenes, pues también éstos, dando más poder al pueblo, como aquellos, y restableciendo un gobierno equitativo y bueno, pero desusado largo tiempo, de la misma manera ofendieron a los poderosos, que no querían perder punto de su codicia. No eran hermanos los dos Lacedemonios, pero siguieron un modo de gobernar muy pariente, y aun hermano, comenzando de este principio.

Desde que se introdujo en la república la estimación del oro y de la plata, y a la posesión de la riqueza se siguieron la codicia y la avaricia, y al uso y disfrute de ella el lujo y la delicadeza, Esparta decayó de su lustre y poder, y yació en una oscuridad nada correspondiente a sus principios, hasta los tiempos en que reinaron Agis y Leónidas. Era Agis Euripóntida hijo de Eudámidas, y sexto desde Agesilao, el que invadió el Asia y alcanzó el mayor poder entre los Griegos, porque de Agesilao fue hijo Arquidamo, el que fue muerto por los Mesapios junto a Mandurio, ciudad de Italia. De Arquidamo fue primogénito Agis, y segundo Eudámidas, que sucedió en el reino, muerto sin hijos Agis por Antípatro en Megalópolis. De éste, Arquidamo; de Arquidamo, otro Eudámidas, y de Eudámidas, hijo de Cleónimo, era Agíada de la otra casa reinante, y el octavo desde Pansanias, el que venció a Mardoni en la batalla de Platea, porque de Pansanias fue hijo Plistonacte, y de Plistonacte Pansanias, que de Lacedemonia huyó a Tegea; por su fuga reinó su hijo mayor Agesípolis, y muerto éste sin hijos, el segundo, que era Cleómbroto. De Cleómbroto fueron hijos otro Agesípolis y Cleómenes; de los cuales Agesípolis ni reinó largo tiempo ni dejó hijos; por tanto, reinó después de él Cleómenes, que en vida perdió a Acrótato, el mayor de sus hijos, dejando otro llamado Cleonimo, que no reinó, sino Arco, nieto de Cleómenes, e hijo de Acrótato. Muerto Areo en Corinto, obtuvo el reino su hijo Acrótato, que fue vencido y muerto junto a Megalópolis por el tirano Aristodemo, dejando encinta a su mujer. Nació un niño varón, cuya tutela tuvo Leónidas, hijo de Cleonimo; y después, muerto el pupilo en la menor edad, de este modo se le defirió el reino. No era Leónidas muy del gusto de sus conciudadanos, pues aunque todos igualmente habían degenerado por la corrupción de su primer gobierno, se observaba en Leónidas un desvío más manifiesto de las costumbres patrias, como que había pasado largo tiempo en las cortes de los Sátrapas, y había hecho obsequios y rendimientos a Seleuco, y quería además, sin gran discernimiento, hacer compatible aquel lujo y aquel fausto con las costumbres griegas y con un medo de reinar sujeto a leyes.

Agis, pues, en bondad de carácter y en magnanimidad se aventajaba tanto no sólo a éste, sino quizá a todos los que habían reinado después de Agesilao, que, a pesar de haberse criado en la abundancia y en el regalo y delicadeza de las mujeres, por ser su madre Agesístrata y su abuela Arquidamia las que más riquezas poseían entre los Lacedemonios, aun no había cumplido los veinte años cuando al punto se declaró contra todos los placeres; y renunciando a todo lujo, para no conceder nada a la gracia de la figura con quitar lo que parece un inútil ornato del cuerpo, empezó a hacer gala de la capa espartana y a gastar de las comidas, de los baños y del modo de vivir lacónicos, diciendo que en nada tenía el reino, si por él no recobraba las antiguas leyes y las costumbres patrias.

El principio de la corrupción y decadencia de la república de los Lacedemonios casi ha de tomarse desde que, destruyendo el imperio de los Atenienses, comenzaron a abundar en oro y en plata. Con todo, habiendo establecido Licurgo que no se introdujese confusión en la sucesión de las casas, y dejando en consecuencia el padre al hijo su suerte, puede decirse que esta disposición y la igualdad que ella mantuvo preservaron a la república de otros males; pero siendo Éforo un hombre poderoso y de carácter obstinado y duro, llamado Epitadeo, por disensiones que había tenido con su hijo, escribió una retra, por la cual era permitido a todo ciudadano dar su suerte en vida a quien quisiese, o dejársela por testamento. Éste, pues, para satisfacer su propio enojo, propuso la ley, pero los demás ciudadanos, admitiéndola y confirmándola por codicia, destruyeron uno de los más sabios establecimientos. Porque los poderosos adquirieron ya sin medida, arrojando de sus suertes a los que les alindaban; y bien presto, reducidas las haciendas a pocos poseedores, no se vio en la ciudad más que pobreza, la cual desterró las ocupaciones honestas, introduciendo las que no lo son, juntamente con la envidia y el odio a los que eran ricos. Así es que no habrían quedado más que unos setecientos Espartanos, y de éstos acaso ciento solamente eran los que poseían tierras y suertes, y todos los demás no eran más que una muchedumbre oscura y miserable, que en las guerras exteriores defendía a la república tibia y flojamente, y en casa siempre estaba en acecho de ocasión oportuna para la mudanza y trastorno del gobierno.

Por esta razón, reputando Agis empresa muy laudable, como en realidad lo era, la de restablecer la igualdad y llenar la ciudad de habitantes, empezó a tantear los ánimos de los ciudadanos; y lo que es los jóvenes se le manifestaron prontos más allá de su esperanza, revistiéndose de virtud y mudando de método de vida, como pudieran hacerlo de un vestido, por amor a la libertad. De los ancianos, los más, estando ya envejecidos en la corrupción, como esclavos fugitivos que van a ser presentados a su señor, temblaban a la idea de Licurgo, y se volvían contra Agis, que se lamentaba del estado presente de la república y echaba de menos la antigua dignidad de Esparta. Lisandro, hijo de Libis, y Mandroclidas de Écfanes, y con ellos Agesilao, entraban gustosos en sus nobles designios, y le incitaban a la ejecución. Lisandro gozaba de la mayor reputación entre los ciudadanos; Mandroclidas era el más diestro de los Griegos en el manejo de los negocios, y con esta habilidad juntaba la osadía y el no desdeñar, cuando eran menester, el artificio y el engaño. Agesilao era tío del rey, hombre elocuente, aunque por otra parte flojo y codicioso; mas no se dudaba que a éste quien le movía y aguijoneaba era su hijo Hipomedonte, mozo acreditado en muchas guerras y de grande influjo, por tener a todos los jóvenes de su parte; pero la causa principal que incitaba a Agesilao a tomar parte en lo que se traía entre manos eran sus muchas deudas, de las que esperaba quedar libre con la mudanza de gobierno. Por tanto, apenas Agis lo atrajo a su partido, lo encontró dispuesto a procurar de consuno persuadir a su madre, que era hermana de éste, y que por la muchedumbre de sus colonos, de sus amigos y sus deudores gozaba del mayor poder en la ciudad y tenía grande intervención en los negocios públicos.

Al oír ésta la proposición, se asustó al pronto, pareciéndole que las cosas que Agis meditaba no eran ni convenientes ni posibles; pero tranquilizándola por una parte Agesilao con decirle que el proyecto era laudable y saldría bien, y rogándole por otra el rey que no antepusiese los intereses a su honor y a su gloria, pues que en riqueza no podía igualarse con los otros reyes, cuando los criados de los sátrapas y los esclavos de los procuradores de Tolomeo y Seleuco poseían más hacienda que todos los reyes de Esparta juntos; mas, si oponiendo al lujo de éstos la moderación, la sencillez y la magnanimidad, restableciese entre sus conciudadanos la igualdad y comunión de bienes, adquiriría nombre y gloria de un rey verdaderamente grande; de tal manera cambiaron aquellas mujeres de opinión, inflamadas por la ambición de este joven, y tan arrebatadas se sintieron como por una inspiración hacia la virtud, que ellas mismas incitaban ya y estimulaban a Agis, y enviaban quien exhortara a los amigos, y quien hablara a las demás mujeres, mayormente sabiendo que los Lacedemonios son mandados por éstas más que otros algunos, y que más que sus negocios privados comunican con ellas los negocios públicos. Pertenecía entonces a las mujeres la mayor parte de las riquezas, y esto era lo que más dificultades y estorbos oponía a los intentos de Agis; pues tenía por contrarias a las mujeres, a causa de que iban a decaer de su hijo, en el que por falta de virtudes tenían puesta su felicidad, y de que veían, además, desvanecérseles el honor y consideración de que disfrutaban por ser ricas. Dirigiéndose, por tanto, a Leónidas, le estimulaban a que, pues era el más antiguo, contuviera a Agis y estorbara lo que se intentaba; lo que es Leónidas quería ponerse de parte de los ricos, pero temiendo al pueblo inclinado a la mudanza, no se atrevía a oponerse abiertamente, y sólo a escondidas ponía por obra todos los medios de desacreditar y desbaratar lo comenzado, hablando a los magistrados y sembrando sospechas contra Agis, como que por premio de tiranía alargaba a los pobres los bienes de los ricos, y con el reparto de tierras y la abolición de las deudas quería comprar satélites y guardias para sí, no ciudadanos para Esparta.

A pesar de esto, habiendo proporcionado Agis, que Lisandro fuese nombrado Éforo, pasó inmediatamente una retra suya a los ancianos, cuyos capítulos eran: que los deudores quedarían libres de sus deudas; que se dividiría el territorio, y de la tierra que hay desde el barranco de Pelena al Taígeto, a Malea y a Selasia, se formarían cuatro mil quinientas suertes, y de la que cae fuera de esta línea, quince mil, y ésta se repartiría entre los colonos que pudieran llevar armas, y la de dentro de la línea entre los mismos Espartanos; que el número de éstos se completaría con aquellos colonos y forasteros que se recomendasen por su figura y su educación liberal, y que estando en buena edad tuviesen la conveniente robustez; y, finalmente, que estos nuevos Espartanos se dividirían en quince mesas o banquetes de doscientos a cuatrocientos, observando el mismo método de vida que sus progenitores.

Propuesta la retra, los ancianos no pudieron convenirse en un mismo dictamen, por lo que Lisandro convocó a junta, en la cual habló a los ciudadanos, y Mandroclidas y Agesilao les rogaron que por unos cuantos hombres dados al regalo no miraran con desdén el restablecimiento de la dignidad de Esparta, sino que trajeran a la memoria los oráculos antiguos, en que se les prevenía se guardaran de la codicia, que había de ser la ruina de Esparta, y el que recientemente les había venido de Pasífae. El templo y oráculo de Pasífae existía en Tálamas, y dicen algunos que ésta era una de las Atlántides nacidas de Zeus, la cual había sido madre de Amón: otros, que la hija de Príamo, Casandra, que allí había fallecido, y que por revelar a todos sus vaticinios se llamaba Pasífae; pero Filarco escribe haber sido la hija de Amiclas, llamada Dafne, la que, huyendo de Apolo, que quería violentarla, se convirtió en planta tenida en aprecio por el dios, y dotada con la virtud profética. Refiérese, pues que también los vaticinios de esta ninfa habían ordenado a los Espartanos que vivieran en igualdad, según la ley que al principio les había dado Licurgo. Finalmente, pareciendo en medio el rey Agis, les hizo un breve discurso, diciendo que para el gobierno que establecía no contribuía con poco, pues ofrecía y presentaba toda su hacienda, que era cuantiosa en campos y en ganados, y sin ésto montaba en dinero a seiscientos talentos y lo mismo hacían su madre y abuela, y sus amigos y deudos, que eran los más acaudalados de los Espartanos.

Dejó pasmado al pueblo la magnanimidad de este joven, y se mostraba muy contento porque al cabo de unos trescientos años había parecido un rey digno de Esparta; pero Leónidas se creyó por lo mismo más obligado a hacer oposición, echando la cuenta de que le había de ser preciso hacer otro tanto sin que los ciudadanos se lo agradecieran igualmente; porque sucedería que, a pesar de poner todos y cada uno cuanto tenían, el honor sería solamente para el que había comenzado. Preguntó, pues, a Agis si entendía que Licurgo había sido un varón justo y celoso, y como dijese que sí: “¿Pues cómo- le replicó- no hizo Licurgo aboliciones de deuda, ni admitió a los extranjeros a la ciudadanía, ni creyó que podría estar bien constituida la república que no diese la exclusiva a los forasteros?” Mas respondióle Agis que no se maravillaba de que Leónidas, criado en tierra extraña y padre de hijos nacidos de matrimonios contraídos con hijas de sátrapas, desconociera a Licurgo, el cual juntamente con el dinero había desterrado de la ciudad el tomar y el dar a logro, y con más odio que a los forasteros de otras ciudades miraba a los que en Esparta desdecían de los demás en su modo de pensar y en su método de vida. Porque si no dio acogida a aquellos, no fue por hacer guerra a sus personas, sino temiendo su conducta y sus modales, no fuera que, fundidos con sus ciudadanos, engendraran en ellos el amor al regalo, la molicie y la codicia; y así era que Terpandro, Tales y Ferecides, con ser extranjeros, habían recibido los mayores honores en Esparta, a causa de que en sus versos y en sus discursos conformaban enteramente con Licurgo. “Tú mismo- le dijo- alabas a Écprepes, porque siendo Éforo cortó con la azuela dos de las nueve cuerdas del místico Frinis, y también a los que hicieron otro tanto después con, Timoteo, y de mí te ofendes porque quiero desterrar de Esparta para el regalo, el lujo y la vana ostentación; como si aquellos no se hubieran propuesto quitar en la música lo superfluo y excesivo, para que no llegáramos a este extremo de que el desorden y abandono en la conducta y usos de cada uno hayan hecho una república disonante y disconforme consigo misma.”

- En consecuencia de esto, la muchedumbre se decidió por Agis; pero los ricos rogaban a Leónidas que no los abandonase, y lo mismo a los ancianos, cuya autoridad tomaba la principal fuerza de haber de preceder su dictamen; así, que con las súplicas y las persuasiones alcanzaron, por fin, que ganaran por un voto los que desaprobaban la retra. Mas Lisandro, que todavía conservaba su cargo, se propuso perseguir a Leónidas, valiéndose de una ley antigua que prohibía que un Heraclida tuviera hijos en mujer extranjera, y que imponía pena de muerte al que saliera de Esparta para trasladar su domicilio a otro Estado. Acerca de esto instruyó a otros, y él con sus colegas se puso a observar la señal Redúcese ésta práctica a lo siguiente: de nueve en nueve años escogen los Éforos una noche del todo serena y sin luna; siéntanse y se están callados mirando al cielo, y si una estrella pasa de una parte a otra, juzgan que los reyes han faltado en las cosas de religión, y los suspenden de la autoridad hasta que viene de Delfos o de Olimpia un oráculo favorable a los reyes suspensos. Diciendo, pues, Lisandro que él había visto la señal, puso en juicio a Leónidas, y presentó testigos que declararon haber tenido dos hijos en una mujer asiática, que le había sido ofrecida en matrimonio por un subalterno de Seleuco, con quien habitaba, y que odiado y mal visto de la mujer, había vuelto a Esparta contra su anterior propósito, y había ocupado el reino, que carecía de sucesor; al mismo tiempo que le suscitaba esta causa, persuadió a Cleómbroto que reclamara el trono, por ser de la familia real, aunque era también yerno de Leónidas. Concibió éste gran temor, y se refugió al Calcieco, que era un templo de Atena, donde acudió asimismo a suplicar por él la hija, dejando a Cleómbroto. Llamado, pues, a juicio, como no compareciese, lo dieron por decaído del reino, y lo adjudicaron al yerno.

Salió en tanto de su cargo Lisandro, por haberse cumplido el tiempo, y los Éforos entonces nombrados restablecieron a Leónidas, que lo solicitó; y a Lisandro y Mandroclidas les formaron causa por haber decretado fuera de la ley la abolición de las deudas y el repartimiento de tierras. Viéndose éstos en peligro, persuadieron a los reyes que, poniéndose de acuerdo, no hicieran cuentas de las determinaciones de los Éforos, porque las facultades de éstos sólo se ejercitaban en la discordia de los reyes para agregar su voto al de aquel cuya opinión era más acertada, cuando el otro se oponía a lo que pedía el bien público; pero cuando los dos reyes estaban conformes, su autoridad era irrevocable, y era contra ley el oponérseles; así que, como les era concedido a los Éforos interponerse y dirimir sus discordias cuando altercaban, les era vedado estorbarlos cuando sentían de un mismo modo. Persuadidos ambos de esto, bajaron a la plaza con sus amigos e hicieron levantar de sus sillas a los Éforos, nombrando en su lugar otros, de los que era uno Agesilao. Armaron enseguida a muchos de los jóvenes, y dando libertad a los que habían sido puestos en prisión, se hicieron temibles a los contrarios, pareciendo que iba a haber muchas muertes; pero no dieron muerte a nadie, y antes bien, queriendo Agesilao atentar contra Leónidas, que salía para Tegea, enviando gentes al camino contra él, Agis, que llegó a entenderlo, mandó otras personas de su confianza que, protegiendo a Leónidas, le condujeran a Tegea con toda seguridad.

Cuando las cosas iban así por su camino, sin que nadie contradijese u opusiese el menor obstáculo, Agesilao sólo lo trastornó y desbarató todo, echando por tierra la ley más sabia y más espartana, llevado de la más ruin y baja de todas las pasiones, que es la codicia de riqueza. Pues como poseyese muchos y muy fructíferos terrenos, y por otra parte estuviese agobiado de enormes deudas, no pudiendo pagar éstas, y no queriendo desprenderse de aquellos, hizo creer a Agis que si ambas cosas se proponían a un tiempo sería grande la inquietud que habría en la ciudad; mas que si con la abolición de las deudas se lisonjeaba antes un poco a los propietarios, después recibirían sin alboroto y con menor disgusto, el repartimiento de los terrenos; y en este mismo pensamiento entró Lisandro, seducido igualmente por Agesilao. Pusiéronse, pues, en la plaza en un rimero los vales de los deudores, a los que se daba el nombre de Claria, y se les dio fuego. No bien empezaron a arder, cuando los ricos y los que hacían el cambio se retiraron, no sin gran pesadumbre; pero Agesilao, en tono de burla e insulto, decía que no se había visto nunca llama más luciente ni fuego más claro, y solicitando la muchedumbre que en seguida se hiciera el repartimiento de tierras, para lo que los reyes interponían también su autoridad, Agesilao siempre entremetía otros negocios, y se aprovechaba de cualquier pretexto para ganar tiempo hasta que Agis tuvo que salir a campaña, con motivo de pedir los Aqueos, que eran aliados, socorro a los Lacedemonios, pues no se dudaba que los de Etolia iban por las tierras de Mégara a invadir el Peloponeso, y para impedirlo, Arato, general de los Aqueos, había juntado tropas y escrito a los Éforos.

Habilitaron éstos sin dilación a Agis, engreído con la ambición y entusiasmo de los que bajo él militaban; porque siendo en la mayor parte jóvenes y pobres, guarecidos ya con la inmunidad y soltura de sus deudas, y alentados con la esperanza de que se les repartirían las tierras cuando volvieran de la expedición, se presentaron a Agis de un modo singular y admirable, y fueron para las ciudades un nunca visto espectáculo, marchando por el Peloponeso sin causar el menor daño, con la mayor apacibilidad, y casi puede decirse que sin hacer ruido; de manera que los Griegos estaban maravillados, y se decían unos a otros: “¡Cuál sería el orden del ejército de Esparta cuando tenía por caudillo a Agesilao, o a aquel Lisandro, o a Leónidas el Mayor, si ahora es tanto el respeto y miedo de los soldados a un mozo que casi es el más joven de todos!” Además, este mismo joven con no ostentar distinción ninguna en la sencillez, en la tolerancia del trabajo, en las armas ni en el vestido, se hacía digno de ser visto e imitado de la muchedumbre. Sin embargo, a los ricos no les agradaba este nuevo porte, temiendo que pudiera ocasionar movimiento en los pueblos para tomarle en todas partes por ejemplo.

Reunido Agis con Arato cerca de Corinto, a tiempo que éste estaba meditando sobre la batalla y sobre el orden en que dispondría la formación contra los enemigos, manifestó el mayor placer y una osadía no furiosa ni irreflexiva, porque dijo que él era de opinión de que se diera la batalla, y no se trasladara la guerra a la parte adentro de las puertas del Peloponeso, pero que haría lo que Arato dispusiese, pues era de más edad y mandaba a los Aqueos, a quienes él había venido a prestar auxilio, y no a darles órdenes ni a ser su caudillo. Batón de Sinope dice que fue Agis el que no quiso pelear mandándoselo Arato: pero se conoce que no ha visto lo que éste escribió haciendo su apología sobre aquellas ocurrencias; y es que había tenido por mejor dejar pasar a los enemigos, pues que ya casi nada les faltaba a los labradores por recoger de sus frutos, que arriesgarlo todo a la suerte de una batalla. Así, luego que Arato resolvió no entrar en acción, despidió a los auxiliares, colmándolos de elogios, y Agis, que se había hecho admirar, ordenó la vuelta, porque las cosas de Esparta se hallaban ya sumamente alteradas y revueltas.

Agesilao, durante su magistratura, libre ya de la carga que antes le oprimía, no se abstuvo de injusticia ninguna que pudiera producir dinero, llegando hasta el extremo de haber intercalado un mes sobre los doce del año, sin que hubiese llegado el período ni lo permitiese la cuenta legítima de los tiempos, y de haber exigido por él la contribución. Más temiendo a los que se hallaban ofendidos, y viéndose aborrecido de todos, asalarió guardias, y custodiado por ellos bajó al Senado. De los reyes manifestaba que al uno lo despreciaba enteramente, y que a Agis lo tenía en alguna estimación, más que por ser rey por ser su pariente, e hizo también correr la voz de que iba otra vez a ser Éforo. Precipitóse con esto el que sus enemigos se aventurasen a todo riesgo, y sublevándose trajeron de Tegea a Leónidas, y lo restituyeron al mando, viéndolo todos con el mayor placer; porque los había irritado el que se les hubiese despojado de sus créditos y el territorio no se hubiese repartido. A Agesilao, su hijo Hipomedonte, rogando a los ciudadanos, de quienes era bienquisto por su valor, pudo sacarlo fuera de la ciudad y salvarlo. De los reyes, Agis se refugió al Calcieco, y Cleómbroto se acogió al templo de Neptuno, y desde allí interponía ruegos, porque parecía que con éste era con quien estaba peor Leónidas; así es que, dejando en paz por entonces a Agis, subió contra Cleómbroto con una partida de soldados, acusándole con enojo sobre que, siendo su yerno, se había vuelto contra él, le había arrebatado el reino y lo había arrojado de la patria.

Nada tuvo que responder Cleómbroto, sino que, falto de disculpa, se estuvo sentado callando; pero Quilonis, la hija de Leónidas, antes se puso al lado del padre, mientras fue agraviado, y separándose de Cleómbroto, que le usurpaba el reino, prestaba servicios a aquel en su desgracia, interponiendo ruegos a su lado mientras estuvo presente, y llorándole en su ausencia, siempre indignada contra Cleómbroto. Mas ahora, siguiendo las mudanzas de la suerte, se la vio hacer otras súplicas sentada al lado del marido, al que alargaba los brazos, teniendo sobre su regazo los hijos, uno a un lado y otro a otro. En todos producían admiración y a todos arrancaban lágrimas la bondad y piedad de aquella mujer, la cual, haciendo notar el desaliño de sus ropas y de su cabello: “Este estado- dijo-, oh padre, y este lastimoso aspecto no es de ahora, ni a él me ha traído la compasión por Cleómbroto, sino que desde tus aflicciones y tu destierro el llanto ha sido siempre mi comensal y mi compañero. ¿Y qué es lo que me corresponde ahora hacer, después que tú has vencido y vuelto a reinar en Esparta? ¿Continuar en estos desconsuelos, o tomar ropas brillantes y regias y desentenderme de mi primero y único marido, muerto a tus manos? El cual, si nada te suplica ni te persuade por medio de las lágrimas de sus hijos y su mujer, todavía sufriría una pena más amarga de su indiscreción que la que tú deseas, con ver que yo, a quien ama tanto, muero antes que él. Porque, ¿cómo podrá vivir ante las demás mujeres la que nunca pudo alcanzar compasión ni del marido ni del padre, y que mujer e hija parece que no han nacido sino para las desgracias y las deshonras de los suyos? Y si éste pudo tener alguna razón plausible, yo se la quité uniéndome contigo y dando testimonio contra lo que ejecutaba; pero tú ahora haces más disculpable su injusticia, mostrando que el reinar es tan grande y tan digno de ser disputado, que por él es justo dar muerte a los yernos y no hacer caso de los hijos”.

Después de haberse lamentado Quilonis de este modo, reclinó su cabeza sobre el hombro de Cleómbroto, y volvió sus ojos lánguidos y abatidos con el pesar a los circunstantes. Leónidas habló con los de su partido, y concedió a Cleómbroto que se levantara y saliera desterrado; pero rogó a la hija que se quedara, y no abandonase a quien la amaba con tal extremo que acababa de hacerla un favor tan señalado como el de la vida de su marido. Mas no pudo persuadirla, sino que, entregando al marido luego que se hubo levantado, uno de los hijos, y tomando ella el otro, hizo reverencia al ara de Dios, y se marchó en su compañía: de manera que si Cleómbroto no estaba del todo corrompido por la vanagloria, debió tener el destierro por una felicidad mayor que el reino, viendo este rasgo de su mujer. Después de haber desterrado Leónidas a Cleómbroto, despojó de su autoridad a los primeros Éforos, y nombrado que hubo otros, al punto se puso en acecho de Agis, y primero trató de persuadirle que saliera de allí y reinara con él: porque los ciudadanos le perdonarían, haciéndose cargo de que, como joven y codicioso de fama, había sido engañado por Agesilao; mas como Agis entrase en sospecha y permaneciese donde se hallaba, se dejó ya de usar directamente de imposturas y engaños. Anfares, Damócares y Arcesilao solían subir a hablarle, y algunas veces, sacándole del templo, lo llevaban consigo al baño, y luego lo volvían, siendo todos amigos íntimos suyos; pero Anfares, que hacía poco había tomado de Agesístrata ropas y vasos de mucho valor prestados, se propuso ver cómo se deshacería del rey y de las reinas madre y abuela para quedarse con ellos, y además se dice que éste era el más subordinado a Leónidas y el que más acaloraba a los Éforos, por ser uno de ellos.

Agis permanecía constantemente en el templo, pero a veces solía bajar al baño, y allí determinaron prenderle, tomándole fuera del asilo. Observáronle, pues, al volver del baño, y saliéndole al encuentro le saludaron y acompañaron, trabando conversación y usando de chanzas como con un joven que era su amigo. Al camino por donde iban salía una senda oblicua que conducía a la cárcel, y cuando llegaron a ella, Anfares, que por ejercer magistratura iba al lado de Agis: “Te llevo- le dijo-, oh Agis, ante los Éforos para que des razón de tus actos de gobierno”; y Damócares, hombre forzudo y alto, recogiéndole la capa alrededor del cuello, tiraba de él. Otros, que de intento se le habían puesto a la espalda, le daban asimismo empujones, y hallándose sólo, sin que nadie le diera auxilio, le redujeron a la cárcel. Presentóse al punto Leónidas, con muchos de los soldados asalariados, y cercó el edificio por la parte de afuera. Acudieron los Éforos, y llamando a la cárcel a aquellos senadores que pensaban como ellos, para entablar con él una forma de juicio le mandaron que se defendiese acerca de las disposiciones por él tomadas. Rióse el joven de aquella fingida apariencia, y Anfares le dijo que ya lloraría y pagaría la pena de su atrevimiento; pero otro de los Éforos, mostrándose más benigno con Agis e indicándole el efugio de que había de usar en su defensa, le preguntó si aquellas cosas las había hecho violentado por Lisandro y Agesilao. Respondió Agis que no había sido violentado de nadie, sino que, emulando e imitando a Licurgo, había determinado seguir sus huellas en el gobierno. Volvióle a preguntar el mismo si estaba arrepentido de aquellas determinaciones, y como contestase que no era cosa de arrepentirse de providencias tan benéficas, aun cuando conocía que le amenazaba el último peligro, le condenaron a muerte, y dieron orden a los ministros para que lo llevaran al calabozo llamado Décade, el cual era un apartamiento de la cárcel, donde ahogaban a los sentenciados para darles muerte. Mas viendo Damócares que los ministros no osaban acercarse a Agis, y que del mismo modo los soldados presentes huían y se retiraban de semejante acto, como que no era justo ni conforme a las leyes poner manos en la persona del rey, amenazándolos e increpándolos él mismo, llevó a empujones a Agis al calabozo, porque ya muchos habían oído su prisión, y había a la puerta gran alboroto y muchas luces, y habían llegado también la madre y la abuela de Agis, gritando y pidiendo que al rey de los Espartanos se le formara juicio y se le concedieran defensas ante los ciudadanos. Mas por esto mismo apresuraron su muerte, conociendo que lo librarían aquella noche si concurría mayor gentío.

Al tiempo de ir Agis al suplicio, vio que uno de los ministros lloraba y se mostraba muy afligido, y le dijo: “Cesa, amigo, en tu llanto, pues aun muriendo tan injusta e inicuamente me aventajo mucho a los que me quitan la vida”; y al decir esto presentó voluntariamente el cuello al cordel. Acercóse en esto Anfares a la puerta, y levantando a Agesístrata, que se había echado a sus pies, por el conocimiento y amistad: “Nada violento- le dijo- y que no sea llevadero se hará con Agis”; y le propuso que si quería podía entrar adonde estaba el hijo. Pidiéndole ésta que entrara también con ella su madre, le contestó Anfares que no había inconveniente; y luego que hubieron entrado ambas, mandó otra vez que cerraran la puerta de la prisión y entregó al lazo la primera a Arquidamia, ya bastante anciana, y que había envejecido en la mayor dignidad y honor entre sus conciudadanos. Muerta ésta, mandó que pasara adelante Agesístrata; la cual, luego que entró y vio al hijo arrojado en el suelo, y a la madre muerta pendiente del cordel, ella misma la quitó con los ministros, y tendiendo el cadáver al lado de Agis lo cubrió y colocó tan decentemente como se podía. Abrazóse después con el hijo, y besándole el rostro: “Tu demasiada bondad- exclamó-, oh hijo mío, tu mansedumbre y tu humildad son las que te han perdido, y a nosotras contigo”. Estaba Anfares viendo desde la puerta lo que pasaba, y entrando al oír esta exclamación, dijo con cólera a Agesístrata: “Pues que eres de la misma opinión que tu hijo, tendrás el mismo castigo”; y Agesístrata, al ser llevada al cordel, no dijo otra cosa sino: “¡Ojalá que esto sea en bien de Esparta!”.

Al difundirse en el pueblo la nueva de aquella atrocidad y sacarse de la cárcel los cadáveres, no fue tan grande el miedo que aquella inspiró que no manifestaran bien claramente los ciudadanos su sentimiento y su odio contra Leónidas y Anfares, no habiéndose visto en Esparta, a juicio de todos, otro hecho más cruel e impío desde que los Dorios habitaban el Peloponeso. Porque en un rey de los Lacedemonios, según parece, ni aún los enemigos en las batallas ponían fácilmente la mano si con él tropezaban, sino que le dejaban paso, de temor y respeto a su dignidad. Así, en tantas guerras como los Lacedemonios tuvieron con los Griegos, antes del tiempo de Filipo, uno sólo murió herido de golpe de lanza, que fue Cleómbroto, en Leuctras, pues aunque los Mesenios dicen que Teopompo murió a manos de Aristómenes los Lacedemonios dicen que no fue sino herido; mas en esto hay sus dudas: lo que no la tiene es que en Lacedemonia, Agis fue el primero que murió condenado por los Éforos, varón que había hecho en Esparta cosas muy laudables y útiles, que se hallaba todavía en aquella edad en la que, si los hombres yerran, hallan pronta y fácil indulgencia, y que si dio motivo de queja, fue más bien a sus amigos que a sus contrarios, con haber salvado a Leónidas y haberse fiado de los otros de quienes se fió, por ser demasiado sencillo y benigno.

Cleómenes

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Muerto Agis, Leónidas anduvo tardo en prender a su hermano Arquidamo, que inmediatamente se puso en huída; pero a su mujer, que hacía poco había dado a luz un niño, la echó de la casa propia, y por fuerza la casó con su hijo Cleómenes, aunque todavía no se hallaba enteramente en edad de tomar mujer; y es que no quería se adelantara otro a aquel matrimonio, a causa de que Agiatis había heredado la cuantiosa hacienda de su padre Gilipo, y era en la edad y en la belleza la más aventajada de las griegas, y en sus costumbres y conducta sumamente apreciable. Dícese por lo mismo que nada omitió para que no se la hiciera aquella violencia, pero enlazada con Cleómenes, aunque aborrecía a Leónidas, era buena y cariñosa esposa de aquel joven, el cual, además, se había enamorado de ella, y en cierta manera participaba de la memoria y benevolencia que a Agis conservaba su esposa; tanto, que muchas veces le preguntaba sobre aquellos sucesos, y escuchaba con grande atención la relación que le hacía de las ideas y proyectos que tenía Agis. Era Cleómenes amante de gloria, de elevado ánimo, y no menos que Agis inclinado por carácter a la templanza y a la modestia; mas no tenía la excesiva bondad y mansedumbre de éste, sino que en su ánimo había una cierta punta de ira y gran vehemencia para todo lo que reputaba honesto, y si le parecía honestísimo mandar a los que voluntariamente obedecían, tenía a lo menos por bueno el impeler a los que le repugnaban, violentándolos hacia lo más conveniente.

No podía, por tanto, agradarle el estado de la república: inclinados los ciudadanos al ocio y al deleite, y desentendiéndose el rey de todos los negocios, si alguno no le turbaba el reposo y el lujo en que quería vivir. Descuidábanse las cosas públicas; porque cada uno no pensaba sino en el provecho propio; y del ejercicio de la templanza, de la tolerancia y de la igualdad entre los jóvenes, ni siquiera era seguro el hablar, habiéndole venido de aquí a Agis su perdición. Dícese además que Cleómenes, de joven, gustó la doctrina de los filósofos, habiendo venido a Lacedemonia Esfero Boristenita, y ocupándose, no sin esmero, en la instrucción de aquellos mancebos. Era Esfero uno de los primeros discípulos de Cenón Ciciense, y según parece se prendó mucho del carácter varonil de Cleómenes, y dio calor a su ambición. Cuéntase que, preguntado Leónidas el mayor acerca del concepto en que tenía al poeta Tirteo, respondió que le juzgaba muy bueno para incitar los ánimos de los jóvenes, porque, llenos de entusiasmo con sus poesías, se arriesgaban sin cuidar de sí mismos en los combates; pues por lo semejante la doctrina estoica, si para los de ánimo grande y elevado tiene un no sé qué de peligroso y excesivo, cuando se junta con una índole grave y apacible entonces es cuando da su propio fruto.

Cuando por la muerte de Leónidas entró a reinar, encontró la república del todo desordenada, porque los ricos, dados a sus placeres y codicias, miraban con desdén los negocios públicos; la muchedumbre, hallándose infeliz y miserable, ni tenía disposición para la guerra ni sentía los estímulos de la ambición para la buena educación de los hijos; y a él mismo no le había quedado más que el nombre de rey, residiendo todo el poder en los Éforos. Propúsose, pues, desde luego, alternar y mudar aquel estado, y teniendo por amigo íntimo a un tal Xenares, que había sido su amador, a lo que los Lacedemonios llaman ser inspirador, empezó a tantearle, preguntándole qué tal rey había sido Agis, de qué modo y por medio de quiénes había entrado en aquel camino. Xenares, al principio, hacía con gusto memoria de aquellos sucesos, refiriendo y explicando cómo se había ejecutado cada cosa; mas cuando observó que Cleómenes reinflamaba al oírle, y se mostraba decididamente inclinado a las novedades de Agis, y que gustaba que se las relatara muchas veces, le respondió con enfado, como que estaba fuera de juicio, y por fin se apartó de hablarle de tal negocio y de concurrir a su casa. No descubría, sin embargo, a nadie la causa de esta separación, diciendo solamente que el rey bien la sabía. De este modo Xenares empezó a oponerse a sus ideas, y Cleómenes, juzgando que los demás pensarían del mismo modo, sólo de sí mismo esperó la ejecución de ellas. Reflexionó después que en la guerra podría hacerse mejor la mudanza que no en tiempo de paz, y con esta mira indispuso a la república con los Aqueos, que ya habían dado motivos de queja. Porque Arato, que era el que entre éstos todo lo mandaba quiso desde el principio reunir a todos los del Peloponeso en una asociación, y éste era el fin de sus muchas expediciones y de su largo mando, por creer que sólo así se librarían de ser molestados por los enemigos de afuera. Habiéndosele agregado ya casi todos, faltando solamente los Lacedemonios, los Eleos, y de los Árcades, los que a los Lacedemonios estaban unidos; apenas murió Leónidas, empezó a incomodar a los Arcades, talando sus campos, sobre todo los de aquellos que confinaban con los Aqueos, para tentar a los Lacedemonios, por lo mismo que miraba con desdén a Cleómenes, como joven sin experiencia.

En consecuencia de esto, los Éforos dieron principio por enviar a Cleómenes a que tomara el templo y castillo de Atena, llamado Belbina, punto que viene a ser la entrada de la región lacónica, y que era entonces objeto de disputa con los Megalopolitanos. Tomólo Cleómenes y lo fortificó; no dio acerca de ello ninguna queja Arato, sino que, moviendo por la noche con su ejército, entró en los términos de los Tegeatas y Orcomenios; mas habiendo mostrado miedo los traidores que le servían de guía, se retiró, creyendo que aquello quedaría oculto; pero Cleómenes, usando de ironía, le escribió preguntándole, como si fueran amigos, dónde había ido de noche; respondiéndole que, habiéndosele informado de que iba a fortificar a Belbina, bajaba a estorbárselo; y Cleómenes le envió de nuevo a decir que bien lo creía: “Pero si no tienes inconveniente- le añadió-, dime: ¿para qué iban en pos de ti hachones y escalas? Echóse Arato a reír con este chiste y preguntando: “¿Qué clase de joven es éste?” El lacedemonio Demócrates, que se hallaba desterrado: “Sí has de hacer algo contra los Lacedemonios- le respondió-, el tiempo es éste, antes que le nazcan las presas a este polluelo”. En esto, hallándose Cleómenes en la Arcadia con pocos caballos y trescientos infantes, le dieron orden los Éforos de que se retirase, temiendo la guerra; pero no bien se había retirado cuando Arato tornó a Cafias; y entonces los Éforos volvieron a mandarle salir. Tomó a Metidrio, y corrió el país de Argos, con lo que los Aqueos marcharon contra él con veinte mil infantes y mil caballos, mandados por Aristómaco, salióles al encuentro Cleómenes junto a Palantio, y queriendo darles batalla; temió Arato aquel arrojo y no permitió al general entrase en batalla, sino que se retiró, improperado de los Aqueos y escarnecido y despreciado de los Lacedemonios, que no llegaban a cinco mil. Habiendo cobrado Cleómenes con esto grande aliento, trataba de infundirle en sus ciudadanos, y les trajo a la memoria aquel dicho de uno de sus antiguos reyes: “Que nunca los Lacedemonios acerca de los enemigos preguntan cuántos son, sino dónde están”.

Fue de allí a poco en auxilio de los Eleos, a quienes los Aqueos hacían la guerra; y alcanzando a éstos cerca del monte Liceo, cuando ya se retiraban, desordenó y desbarató todo su ejército dando muerte a muchos y tomando gran número de cautivos: habiendo corrido por la Grecia la voz de haber muerto Arato en la batalla; pero éste, sacando el mejor partido posible de aquella situación, en seguida de la derrota marchó a Mantinea, cuando nadie lo esperaba, tomó la ciudad, y se aseguró en ella. Decayeron con esto enteramente de ánimo los Lacedemonios, y tenían a raya a Cleómenes en punto a guerra, por lo cual dispuso llamar de Mesena al hermano de Agis, Arquidamo, a quien tocaba reinar por la otra casa, esperando que se debilitaría el poder de los Éforos, si la autoridad real se ponía con él en equilibrio estando completa, pero habiéndolo entendido los que antes habían dado muerte a Agis, temerosos de llevar su merecido si Arquidamo volvía, le recibieron en la ciudad, en la que había entrado de oculto, y aún le acompañaron; pero inmediatamente le quitaron la vida: o contra la voluntad de Cleómenes, según siente Filarco, o cediendo a los amigos, y abandonando a su odio al mismo que había hecho venir, porque a ellos fue siempre a quienes aquella atrocidad se atribuyó, pareciendo que habían hecho violencia a Cleómenes.

Determinóse, sin embargo, a llevar a cabo la mudanza proyectada, para lo que alcanzó con dádivas de los Éforos que le permitieran salir a campaña, y también trató de ganar a otros muchos ciudadanos por medio de su madre Cratesiclea, que gastó y obsequió con profusión. Más es: que no pensando ésta en volverse a casar, se dice que a persuasión del hijo tomó por marido a uno de los más principales en gloria y en poder. Moviendo, pues, con su ejército, toma a Leuctras en los términos de Megalópolis, y acudiendo pronto contra él el socorro de los Aqueos, a las órdenes de Arato, a vista de la misma ciudad fue vencida una parte de su ejército. Mas sucedió que, no habiendo permitido Arato que los Aqueos pasasen un barranco profundo, obligándoles a hacer alto en la persecución de los enemigos, irritado de ello Lidíadas, Megalopolitano, marchó con la caballería que tenía cerca de sí, y continuando la persecución se metió en un terreno lleno de viñas, de acequias y de tapias, de donde, desuniéndosele la gente con estos estorbos, se retiraba con dificultad. Advirtiólo Cleómenes, y marchó contra él con los Tarentinos y Cretenses, por los que fue muerto Lidíadas, aunque se defendió con gran valor. Cobrando con esto grande ánimo los Lacedemonios, acometieron con gritería a los Aqueos, e hicieron retirar a todo su ejército. Habiendo sido grande el número de muertos, todos los demás los entregó Cleómenes en virtud de un tratado; pero en cuanto al cadáver de Lidíadas, mandó que se le llevaran; y adornándole con púrpura y poniéndole una corona, le hizo conducir hasta las mismas puertas de Megalópolis. Este es aquel mismo Lidíadas que abdicó la tiranía, dio libertad a sus conciudadanos e incorporó a Megalópolis en la liga de los Aqueos.

Cobró con esto mayor ánimo Cleómenes, y estando en la inteligencia de que si hiciera la guerra a los Aqueos, obrando en negocios libremente según su voluntad, fácilmente los vencería, hizo ver al marido de su madre, Megistónoo, que convenía deshacerse de los Éforos, y poniendo en común las tierras para todos los ciudadanos, restablecer la igualdad en Esparta y despertar a ésta, y promoverla al Imperio de la Grecia; persuadido éste, previno también a otros dos o tres de sus amigos. Sucedió por aquellos mismos días que, habiéndose dormido uno de los Éforos en el templo de Pasífae, tuvo un maravilloso ensueño. Parecióle que en el lugar en que los Éforos dan audiencia sentados había quedado una sola silla, y las otras cuatro se habían quitado; y que como esto le causase admiración, salió del centro del templo una voz que dijo ser aquello lo que más a Esparta convenía. Refirió el Éforo esta visión a Cleómenes, y éste al principio se sobresaltó, pensando que esto podía dirigirse a sondearle por alguna sospecha; pero luego que se convenció de que el que hacía la relación no mentía, se tranquilizó, y tomando consigo a aquellos ciudadanos que le parecía habían de ser más contrarios a su designio, se apoderó de Herea y Alsea, ciudades sujetas a los Aqueos. Introdujo después víveres en Orcomene, se acampó junto a Mantinea, y yendo arriba y abajo con continuas y largas marchas, quebrantó de tal modo a los Lacedemonios, que a petición de ellos mismos dejó la mayor parte en la Arcadia; y conservando consigo a los que servían a sueldo, marchó con ellos a Esparta. En el camino comunicó su proyecto a aquellos que creía serle más adictos, y hacía su marcha con sosiego y recato para sorprender a los Éforos cuando estuviesen en la cena.

Cuando estuvo cerca de la ciudad, envió a Euriclidas al lugar donde tenían los Éforos su cenador, como que iba de su parte a darles alguna noticia relativa al ejército; y Terición y Febis, y dos de los que se habían criado con Cleómenes, a los que llaman Motaces, le seguían con unos cuantos soldados. Todavía estaba Euriclidas haciendo su relación a los Éforos cuando, entrando aquellos con las espadas desenvainadas, empezaron a acuchillarlos. El primero con quien tropezaron fue Agileo, y cayendo al golpe en el suelo, se creyó que había muerto; mas él, arrastrándose poco a poco, se salió del cenador, y pudo pasar a ocultarse en un edificio muy pequeño que estaba contiguo. Era éste el templo del Miedo, y siendo así que ordinariamente estaba cerrado, entonces por casualidad se halla abierto; entrándose, pues, en él, cerró la puerta. Los otros cuatro fueron muertos, y con ellos más de diez de los que se pusieron a defenderlos; pues que no ofendieron a los que se estuvieron quedos ni detuvieron a los que quisieron salirse de la ciudad, y aun usaron de indulgencia con Agileo, que al otro día salió del templo.

Tienen los Lacedemonios templos, no sólo del Miedo, sino de la Muerte, de la Risa y de otros afectos y pasiones; mas si veneran al Miedo, no es como a los Genios que queremos aplacar, teniéndole por nocivo, sino en la persuasión de que la república principalmente se sostiene con el temor; y por esta razón los Éforos, al entrar a desempeñar su cargo, mandan por pregón, según dice Aristóteles, que se afeiten el bigote y observen las leyes, para no encontrarlos indóciles. Lo del bigote, en mi concepto, lo comprenden en el pregón para acostumbrar a los jóvenes a la obediencia aun en las cosas más pequeñas. En mi dictamen, asimismo no creían los antiguos que la fortaleza era falta de miedo, sino más bien temor del vituperio y miedo de la afrenta; porque los que más temor tienen a las leyes, son los más osados contra los enemigos, y sienten menos el padecer y sufrir los que más temen a que se hable mal de ellos. Así, tuvo mucha razón el que dijo: Allí está la vergüenza donde el miedo; Y Homero: Yo os venero y temo, oh caro suegro; Y en otra parte: Callados y temiendo a sus caudillos. Porque a los más les sucede que muestran rubor ante aquellos a quienes temen; por esta causa habían erigido los Lacedemonios templo al Miedo junto al cenador de los Éforos, habiendo acercado la autoridad de éstos muy próximamente a la de un monarca.

Luego que se hizo de día, proscribió Cleómenes a ochenta ciudadanos, que entendió convenía saliesen desterrados, y quitó las sillas de los Éforos, a excepción de una que dejó para dar él mismo audiencia en ella. Congregó enseguida junta del pueblo, con el objeto de hacer la apología de las disposiciones tomadas, en la que dijo que por la institución de Licurgo a los reyes se asociaban los ancianos, y por largo tiempo estuvo así gobernada la república, sin que se echase de menos ninguna otra autoridad. Más adelante, prolongándose demasiado la guerra contra los Mesenios, y no pudiendo los reyes atender a los juicios por estar ocupados en los ejércitos, fueron elegidos algunos de sus amigos, para que quedaran en su lugar y acudieran a ellos los ciudadanos; y éstos fueron los que se llamaron Éforos. Al principio no eran más que unos ministros de los reyes; pero después, poco a poco se atrajeron la autoridad, sin que se echara de ver que iban formándose una magistratura propia; de lo que es indicio que aun hoy, cuando los Éforos llaman al rey la primera y segunda vez, se niega a ir; y llamando la tercera, se levanta y acude al llamamiento; y el primero que extendió y dio más fuerza a esta magistratura, que fue Asteropo, no la ejerció sino muchas edades después. Y si hubieran usado de ella con moderación, sería lo mejor sufrirlos; pero habiendo tentado hacer nula la autoridad patria con un poder pegadizo, hasta el punto de proceder contra los mismos reyes, desterrando a unos, dando a otros muerte sin que preceda juicio y amenazando a todos los que desean ver restablecida la excelente y divina constitución de Esparta, esto ya es inaguantable. “¡Y ojalá hubiera sido posible- añadió- desterrar sin sangre las pestes que se han introducido en Lacedemonia, a saber: el regalo, el lujo, las deudas, el logro y otros males más antiguos todavía que éstos, la pobreza y la riqueza; porque en tal caso me tendría por el más dichoso de los reyes en curar a la patria sin dolor, como los médicos, pero ahora no puedo menos de obtener perdón, de la necesidad en que me he visto, del mismo Licurgo, que sin ser rey ni magistrado, sino un particular que se proponía obrar como rey, se presentó en la plaza con armas; de manera que el rey Carilao se refugió al templo; mas como fuese justo y amante de la patria, tomó luego parte en las disposiciones de Licurgo, y admitió la mudanza del gobierno; pero ello es que el mismo Licurgo dio con su conducta testimonio de que es difícil mudar el gobierno sin violencia y terror; y aun yo he empleado los medios más suaves y benignos que he podido, no habiendo más que quitar los que podían ser estorbo a la salud de Lacedemonia; y en beneficio de todos los demás hago la propuesta de que sea común todo el territorio, de que se libre a los deudores de sus obligaciones y de que se haga juicio y discernimiento de los forasteros, para que, hechos Esparciatas los mejores de ellos, salven la república con sus armas, y no veamos en adelante con indiferencia que la Laconia sea presa de los Etolios e Ilirios por falta de quien la defienda”.

Él fue después el primero que hizo presentación de sus haberes; y su padrastro Megistónoo, cada uno de sus amigos, y por fin todos los ciudadanos, habiéndose repartido el territorio. Asignó en esta distribución su suerte a cada uno de los que él mismo había desterrado, y se comprometió a restituirlos luego que todo estuviese tranquilo. Llenó el número de ciudadanos con los más apreciables de los colonos, formando con ellos una división de cuatro mil infantes, y habiéndoles enseñado a manejar con ambas manos la azcona en lugar de la lanza, y a embrazar el escudo por el asa y no por la correa, convirtió su cuidado a los ejercicios y educación de los jóvenes, en lo que tuvo por principal auxiliador a Esfero, que allí se hallaba. Con esto, en breve los ejercicios y banquetes espartanos se pusieron en el pie conveniente, y unos pocos por necesidad, la mayor parte por gusto, se redujeron a aquel método de vida incomparable y enteramente espartano. Con todo, para suavizar el nombre de monarquía, designó para reinar con él a su hermano Euclidas, y sólo entonces se verificó tener los Espartanos los dos reyes de una de las dos casas.

Habiendo llegado a entender que los Aqueos y Arato estaban persuadidos de que, no teniendo la mayor seguridad en sus negocios por las novedades introducidas, no se hallaba en estado de salir fuera de la Laconia, ni de dejar pendiente la república en tiempos de tales agitaciones, creyó que no carecería de grandeza y utilidad el hacer ver a los enemigos la excelente disposición de su ejército. Invadiendo, pues, el territorio de Megalópolis, recogió un rico botín y taló gran parte de aquel. Por fin, llamando cerca de sí a unos farsantes que iban a Mesena, y levantando un teatro en el país enemigo, señaló a la representación el precio de cuarenta minas, y asistió a ella un día sólo, no porque gustase de aquel espectáculo, sino para burlarse en cierto modo de los enemigos y hacer ostentación de su gran superioridad, manifestando que los miraba con desprecio. Pues, por lo demás, de todos los ejércitos, ya griegos y ya del rey, éste sólo era al que no seguían ni cómicos, ni juglares, ni bailarinas, ni cantoras, sino que se conservaba puro de toda disolución y de toda vanidad y aparato: estando por lo común ejercitados los jóvenes, y ocupándose los ancianos en instruirlos, y cuando no tenían otra cosa que hacer, pasando todos el tiempo en sus acostumbrados chistes y en motejarse unos a otros con dichos graciosos y propiamente lacónicos. Ahora, cuál sea la utilidad de esta especie de juego, lo dijimos en la Vida de Licurgo.

Él era maestro de todos, poniéndoles a la vista como un ejemplo de sobriedad su propio tenor de vida, en la que nada había de exquisito, de artificioso o de extraordinario que le distinguiese de los demás, lo que le dio grande influjo en los asuntos de la Grecia. Porque los que tenían que negociar con los otros reyes, no tanto se maravillaban de su riqueza y su lujo como se incomodaban con su altanería y orgullo, recibiendo con gravedad y aspereza a los que a ellos acudían. Mas los que se presentaban a Cleómenes, que en realidad era y se llamaba rey, al ver que no tenía para el servicio de su persona ni púrpura ni preciosas ropas, ni ricos escaños, ni muebles, y que para conseguir su audiencia no había que vencer dificultades, ni el obstáculo de muchedumbre de pajes, de porteros y secretarios, sino que él mismo salía en persona a que le saludasen, vestido como cualquiera particular, hablando a los que tenían negocios y entreteniéndose con ellos festiva y humanamente, todos le aplaudían y amaban, diciendo que él solo era el verdadero descendiente de Heracles. Para su cena cotidiana no había más de tres escaños, y era muy parca y muy espartana; pero si convidaba a embajadores o tenía huéspedes, entonces se ponían otros dos escaños, y los sirvientes usaban para las mesas algún aparato, mas no en exquisitos guisados, ni tampoco en pastas, sino en cuidar de que los manjares estuviesen más abundantes y el vino fuese de mejor calidad; así es que afeó a un amigo el que, habiendo dado de comer a unos huéspedes, les hubiese puesto el caldo negro y la torta de que en sus banquetes cívicos usaban: porque decía que se había de cuidar de no ser con los huéspedes tan rigurosamente espartanos. Levantada la mesa, se traía un trípode, en que había un lebrillo de bronce lleno de vino, dos ampollas de plata de cabida de dos cótilas y algunos vasos de plata, en muy corto número; con lo que bebía el que quería, y al que lo repugnaba no se le alargaba el vaso. No había música ni hacía falta, porque él mismo alegraba aquel rato con su conversación, ya haciendo preguntas o ya refiriendo acaecimientos, sin que en sus discursos se notase una solicitud desagradable, sino más bien cierta festividad graciosa y urbana. Porque el modo con que los otros reyes cazaban a los hombres, cebándolos y corrompiéndolos con dinero y con dádivas, creía que, sobre ser injusto, era mal entendido; y al revés, el atraerlos y ganarlos con pláticas y discursos sencillos y graciosos le parecía lo más honesto y lo más digno de un rey, pues en nada se diferencia el jornalero del amigo, sino en que éste se adquiere con la conducta y el trato y el otro por dinero.

Fueron, pues, los Mantinenses los primeros que acudieron a él, e introduciéndose de noche en la ciudad, arrojaron la guarnición de los Aqueos, y se entregaron a los Lacedemonios. Restituyóles sus leyes y gobierno, y en el mismo día marchó para Tegea. Poco después, regresando por la Arcadia, bajó contra Feras, ciudad de la Acaya, con intento o de dar una batalla a los Aqueos, o de excitar sospechas contra Arato, como que voluntariamente se retiraba y le abandonaba el país; pues aunque entonces era general Hipérbatas, toda la autoridad y el poder de los Aqueos residía en Arato. Saliendo, pues, los Aqueos con todas sus fuerzas, y sentando su campo en Dimas, junto al sitio llamado Hecatombeón, acudió Cleómenes, y parece que hizo una cosa temeraria en ir a ponerse en medio entre la ciudad de Dimas, que era enemiga, y el campamento de los Aqueos; pero provocando con la mayor osadía a éstos, los obligó a acometer; y venciéndolos en batalla campal, destrozó su infantería con muerte de muchos en el combate, y haciéndoles además gran número de prisioneros. Cayó después sobre Langón, y echando fuera a los Aqueos que estaban de guarnición, restituyó la ciudad a los Eleos.

Quebrantados así los Aqueos, Arato, acostumbrado a ser siempre general un año sí y otro no, renunció y se excusó de esta carga, no obstante que le instaron y rogaron: cosa no bien hecha, en tan gran tormenta de los negocios públicos, poner en otras manos el timón y abandonar el mando. Por lo que hace a Cleómenes, al principio pareció que tenía bastante consideración a los embajadores de los Aqueos; pero enviando otros por su parte, propuso que había de dársele la primacía, y que en lo demás no altercaría con ellos, y aun les restituiría el territorio ocupado y los cautivos. Convinieron los Aqueos en hacer la paz aun con estas condiciones, y propusieron a Cleómenes que pasara a Lerna, donde había de celebrar junta; pero sucedió que, habiendo hecho Cleómenes una marcha rápida, y bebido agua a deshora, arrojó cantidad de sangre, y perdió enteramente la voz, por lo cual envió a los Aqueos los más principales de los cautivos, y suspendiendo la junta se retiró a Esparta.

Perjudicó mucho este accidente a los negocios de la Grecia, que hubiera podido reponerse de los males presentes y librarse de los insultos y codicia de los Macedonios; pero Arato, o por desconfianza y temor de Cleómenes, o quizá por envidia a su no esperada prosperidad, dándose a entender que habiendo él hombreado por treinta y tres años sería cosa terrible que se apareciese de pronto un joven a arrebatarle su gloria y su poder, y a ponerse al frente de unos negocios que por él habían recibido aumento, y que él había conducido y manejado por tan largo tiempo, intentó, en primer lugar, que los Aqueos se opusieran a lo que ya estaba acordado y lo estorbaran. Después, cuando vio que no le escuchaban, por hallarse sobrecogidos de la intrepidez de Cleómenes, y aun por parecerles justo el intento de los Lacedemonios de restituir el Peloponeso a su esplendor antiguo, convirtió su ánimo a otro proyecto, del que no podía resultar utilidad alguna a ninguno de los Griegos, y que era además vergonzoso para él, e indigno de sus anteriores hazañas y de las miras con que se había conducido en el gobierno; y fue el de atraer a Antígono sobre la Grecia, e inundar el Peloponeso de aquellos mismos Macedonios que siendo mozo había arrojado de él, poniendo en libertad la ciudadela de Corinto; a lo que se agregaba que, habiéndose hecho sospechoso a todos los reyes, y declarádose su enemigo, de Antígono había dicho dos mil males en los Comentarios que nos dejó escritos. Pues con ser esto así, y con decir él mismo que había padecido y trabajado mucho por los Atenienses para ver libre aquella ciudad de la guarnición de los Macedonios, después a estos mismos los introdujo armados en la patria y en su propia casa hasta los últimos rincones, al propio tiempo que se desdeñaba de que un descendiente de Heracles y rey de los Espartanos, que, como quien templa instrumentos desafinados, restablecía el patrio gobierno, restituyéndolo a la sabia ley de Licurgo y al templado método de vida de los Dorios, tomara el título de general de los Sicionios y Triteos. Huyendo, pues, de la torta y de la capa, y de lo que acusaba como más duro en Cleómenes, que era la reducción de la riqueza y el destierro de la miseria, se postraba a sí mismo y postraba la Acaya ante la diadema, la púrpura y los preceptos despóticos de Macedonios y de sátrapas, por no estar a las órdenes de Cleómenes, haciendo sacrificios por la salud de Antígono y entonando con corona en la cabeza himnos en honor de un hombre lleno de corrupción y pestilencia. No es nuestro ánimo, al referir estas cosas, acusar a Arato, porque, en general, fue un varón digno de la Grecia y de los más ilustres de ella, sino tomar de aquí ocasión para compadecer la miseria de la naturaleza humana, que aun en índoles tan dignas de alabanza y tan inclinadas a toda virtud no puede producirse un bien perfecto y que no esté sujeto a alguna reprensión.

Acudiendo los Aqueos a Argos otra vez con objeto de la junta, y bajando de Tegea Cleómenes, tenían todos grande esperanza de que verificaría la paz; pero Arato, que en los puntos más capitales estaba ya convenido con Antígono, temiendo que Cleómenes lo llevara todo a cabo, reunió al pueblo, y aun se puede decir que lo violentó, y quería que, tomando Cleómenes trescientos rehenes, se presentara solo en la junta, o que conferenciaran fuera, junto al gimnasio llamado Cilarabio, pudiendo entonces venir con tropas. Al oírlo Cleómenes se quejó de que se le hacía injusticia, pues que debían habérselo dicho desde el principio y no desconfiar entonces, y hacerle retroceder cuando ya había llegado a sus puertas; y habiendo escrito sobre este incidente una carta a los Aqueos, que era en la mayor parte una acusación de Arato, y llenádole a su vez Arato de improperios ante la muchedumbre, se retiró al punto con su ejército, y al mismo tiempo envió a los Aqueos un heraldo declarándoles la guerra (no a Argos, sino a Egio, como dice Arato), para no dar lugar a que pudieran prevenirse. Grande fue entonces la turbación de los Aqueos, inclinándoselas ciudades a la rebelión; de parte de la plebe, porque esperaba el repartimiento de tierras y la abolición de las deudas, y de parte de los principales, porque les era molesto Arato, y aun algunos habían concebido ira contra él porque les traía los Macedonios al Peloponeso. Alentado, por tanto, con estos sucesos, Cleómenes invadió la Acaya; tomó, en primer lugar, a Pelena, cayendo sobre ella de improviso, y echó de allí a los que la guarnecían juntamente con los Aqueos. Enseguida atrajo a su partido a Feneo y Penteleo: y como los Aqueos, por temor de que se hubiera fraguado alguna traición en Corinto y Siciones, hubiesen enviado la caballería y las tropas auxiliares desde Argos para custodia de estas plazas, mientras ellos bajaban a Argos a celebrar los juegos nemeos, esperando Cleómenes lo que era en realidad, que llena la población de los concurrentes a la fiesta y de espectadores, si iba allá de sorpresa sería mayor la turbación, condujo de noche su ejército hasta el pie de las murallas, y tomando el punto inmediato al Escudo que dominaba el teatro, lugar agrio y poco accesible, los sobrecogió de tal manera que nadie se movió a la defensa, sino que admitieron guarnición, le entregaron veinte ciudadanos en rehenes y se hicieron aliados de los Lacedemonios para militar a las órdenes de Cleómenes.

Resultóle de aquí no pequeña gloria y poder, porque los antiguos reyes de los Lacedemonios, por más que habían hecho, nunca pudieron conseguir que Argos se uniera firmemente a Esparta; y Pirro, el más hábil de todos los generales, aunque llegó a entrarla por fuerza, no sujetó la ciudad, sino que, murió en la empresa, con pérdida de gran parte de sus tropas. Era, pues, admirada la actividad y prudencia de Cleómenes; y si antes, cuando decía que había imitado a Solón y a Licurgo en la abolición de las deudas y en la igualación de las haciendas, se le echaban a reír, entonces del todo se convencieron de que él era la causa de la mudanza que se veía en los Espartanos. Porque antes había sido tal su decadencia y tan imposibilitados estaban de valerse, que habiendo hecho los de Etolia una irrupción en la Laconia, se les llevaron cincuenta mil esclavos: con alusión a lo cual se cuenta haber dicho un anciano, de los Espartanos, que les habían servido de auxilio los enemigos, aliviando a la Laconia; y ahora, con sólo haber pasado un poco de tiempo, en el que no habían hecho más que empezar a resucitar las costumbres patrias y a restablecer un vestigio de su educación antigua, habían ya dado a Licurgo, como si estuviera presente y los gobernase, grandes muestras de valor y obediencia, restituyendo a Lacedemonia el imperio de la Grecia y volviendo a recobrar el Peloponeso.

Tomado Argos, se reunieron a Cleómenes inmediatamente Cleonas y Fliunte, y hallándose por suerte a este tiempo Arato en Corinto, ocupado en la averiguación de los que se decía laconizaban o eran partidarios de los Lacedemonios, le llegó la noticia de estos sucesos, la que le causó gran sorpresa; y teniendo observado que la ciudad se inclinaba a Cleómenes, como por otra parte los Aqueos quisiesen también retirarse, convocó sí a junta a los ciudadanos, pero escabulléndose, sin que lo entendiesen, marchó a la puerta, y montando allí en un caballo que le trajeron, huyó a Sicione. Apresuráronse los Corintios a marchar a Argos para unirse a Cleómenes, tanto, que dice Arato haberse reventado todos los caballos, y que Cleómenes les hizo cargo de no haberle detenido y haberle dejado escapar; mas, con todo, fue en su busca Megistónoo de parte del mismo Cleómenes, a que le entregara el Acrocorinto, porque había en él guarnición de Aqueos, haciéndole sobre ello instancias y ofreciéndole gran suma de dinero: a lo que le había respondido que no era dueño de los negocios, sino los negocios de él: así lo dejó escrito Arato. Cleómenes salió de Argos, y agregando a su partido a los de Trecene, Epidauro y Hermíona, pasó a Corinto, donde tuvo que circunvalar el alcázar, por no querer los Aqueos desampararle. Al mismo tiempo envió a llamar a los amigos y apoderados de Arato, y les dio orden para que se incautaran de su casa y su hacienda y las tuvieran en buena custodia y administración. Mandó asimismo en busca de éste a Tritimalo de Mesena, para hacerle la proposición de que el Acrocorinto fuese guardado a un tiempo por Aqueos y Lacedemonios, y la particular oferta de una pensión doble de la que recibía del rey Tolomeo. Mas como Arato se hubiese negado y hubiese enviado a su hijo con otros rehenes a Antígono, haciendo decretar a los Aqueos que a éste sería a quien se entregase el Acrocorinto, en consecuencia Cleómenes invadió la Sicionia, la taló y recibió en dádiva la hacienda de Arato en virtud de decreto de los Corintios.

Pasó en esto Antígono la Geranea con grandes fuerzas, y le pareció a Cleómenes que no debía circunvalar y guardar el Istmo, sino los montes Oneos, y quebrantar más bien a los Macedonios con una guerra de puestos, que no venir a las manos en ordenada batalla; y haciéndolo como lo había pensado, puso en grande apuro a Antígono, porque ni había hecho suficiente acopio de víveres ni era fácil forzar el paso, situado allí Cleómenes. Intentó rodear de noche el Lequeo, y fue rechazado, con pérdida de alguna gente, con lo que se alentó extraordinariamente Cleómenes, y sus tropas, engreídas, con la victoria, se fueron tranquilas a preparar la cena; como, por el contrario, decayó de ánimo Antígono, reducido a no tomar sino partidos desesperados en semejante conflicto. Así pensó en ir a tomar la cresta del Hereo, y desde allí pasar en barcos las tropas a Sicione, aunque esto era obra de mucho tiempo y de no comunes preparativos; pero ya a la caída de la tarde vinieron de Argos por mar unos amigos de Arato, enviados por éste a llamarle, con motivo de que los Argivos se habían rebelado a Cleómenes. Era Aristóteles quien había negociado esta defección, no habiéndole sido fácil persuadir a la muchedumbre, irritada porque Cleómenes no había hecho la abolición de deudas con que ella se había lisonjeado. Tomando, pues, Arato mil quinientos soldados de los de Antígono, los condujo por mar a Epidauro; pero Aristóteles ni siquiera lo esperó, sino que, poniéndose al frente de los ciudadanos, acometió a los que guardaban la ciudadela, y al mismo tiempo acudió en su auxilio Timóxeno, que con tropas de los Aqueos vino desde Sicione.

Llegaron estas nuevas a Cleómenes a la segunda vigilia de la noche; y haciendo llamar a Megistónoo, le mandó con enfado que fuese al punto a dar socorro contra los de Argos, porque él había sido la principal causa de que Cleómenes se hubiera fiado demasiado de los Argivos, y quien le estorbó que no desterrase a los sospechosos. Enviando, pues, a Megistónoo con dos mil hombres, él se quedó en observación de Antígono, y tranquilizó a los Corintios, diciéndoles que no había sido cosa lo de Argos sino un alboroto suscitado por unos cuantos. Mas sucedió que Megistónoo, llegado a Argos, murió en el combate, y los de la guarnición se sostenían con gran dificultad, enviando continuos partes a Cleómenes. Temiendo, pues, no fuera que los enemigos se apoderaran de Argos y, tomándole los pasos, talaran a su placer la Laconia y sitiaran a Esparta, que había quedado sin gente, sacó al punto su ejército de Corinto, ciudad que perdió bien pronto, entrando en ella Antígono y poniendo guarnición. Cayó sobre Argos, con ánimo de escalar la muralla, para lo que reunió su ejército, que estaba en marcha; y habiéndose abierto paso por las bóvedas del Escudo, subió y se incorporó con los de la guarnición, que todavía resistían a los Aqueos. Arrimando después las escalas, tomó algunos puntos de la ciudad, y desembarazó las calles de enemigos, habiendo dado orden a los Cretenses de que usaran de las ballestas. Mas habiendo visto que Antígono bajaba desde las cumbres a la llanura con la infantería, y que ya los caballos corrían apresuradamente hacia la ciudad, desconfió de reducirla, y juntando toda su gente, bajó con entera seguridad y se retiró resguardado de la muralla; y habiendo venido a cabo de grandes empresas en muy breve tiempo, y estando en muy poco el que en una vuelta, como quien dice, no se hubiera hecho duelo de todo el Peloponeso, también en un momento se le fue todo de las manos, porque de los aliados unos le abandonaron desde luego y otros hicieron después entrega de sus ciudades a Antígono.

Cuando tan mal le sucedían las cosas de la guerra e iba en retirada con su ejército, ya tarde, cerca de Tegea, llegaron mensajeros de Lacedemonia trayéndole nuevas de una desventura en nada inferior a las que le aquejaban, y era la de la muerte de su mujer, por sola la cual se mostraba poco sufrido aun en medio de sus prosperidades; pues que viajaba con frecuencia a Esparta, enamorado siempre de Agiatis, y teniéndola en el mayor aprecio y estimación. Sorprendióse, pues, y sintió el más vivo dolor, como era preciso en un joven que perdía una mujer bella y virtuosa; y, sin embargo, no hizo, en medio de tanto pesar, nada que desdijese de su grandeza de alma, o que pusiera mengua en ella, sino que, conservando la misma voz, el mismo continente y el mismo semblante con que siempre se mostraba, atendió a dar las órdenes a los caudillos y a proveer a la seguridad de los Tegeatas. A la mañana muy temprano bajó a Lacedemonia, y habiendo en casa desahogado el llanto con la madre y los hijos, inmediatamente volvió a entregarse al despacho de los negocios; y como Tolomeo, rey de Egipto, para ofrecerle socorros exigiese que le diera en rehenes a los hijos y a la madre, estuvo largo tiempo sin atreverse a decírselo a ésta; y entrando muchas veces con este intento, en el acto mismo de ir a hablar enmudecía; tanto, que ella misma llegó a concebir alguna sospecha, y preguntó a sus amigos qué era en lo que se detenía cuando la visitaba. Por fin habiéndose determinado Cleómenes a manifestárselo, se echó a reír diciéndole: “¿Y esto es lo que tenías que proponerme y que tanto miedo te costaba? ¿Por qué, pues, no te das prisa a poner en un barco este mi cuerpo y a enviarlo donde pueda ser útil a Esparta, antes que con la vejez se destruya aquí sentado, sin ser de provecho para nada?” Cuando todo estaba dispuesto fueron a pie a Ténaro, y los acompañó el ejército con armas; y al ir Cratesicle a embarcarse llevó a Cleómenes solo al templo de Neptuno, y habiéndole abrazado y saludado tiernamente, como le viese apesadumbrado y afligido: “Ea- le dijo-, oh rey de los Lacedemonios, cuando salgamos afuera es menester que nadie advierta que hemos llorado, y que no hagamos nada que sea indigno de Esparta; porque esto sólo está en nuestro poder, y las cosas de fortuna saldrán como Dios quisiere.” Dicho esto, compuso su semblante, y subió a la nave, llevando al niño consigo, y al punto dio orden al comandante para que levara áncoras. Llegada a Egipto, entendió que Tolomeo andaba en tratos con Antígono y recibía sus mensajes, y que Cleómenes, haciéndole los Aqueos proposiciones de paz, temía por ella terminar la guerra sin la concurrencia de Tolomeo; por lo que le escribió que hiciera lo que fuera útil y decoroso a Esparta, y no estuviera temiendo siempre a Tolomeo por una vieja y un niño. ¡Tan magnánima se dice haber sido esta mujer para los casos de fortuna!

Tomó Antígono a Tegea, y saqueó a Mantinea y Orcómeno, con lo que, estrechado Cleómenes a la Laconia, dio la libertad a aquellos ilotas que pudieron pagar cinco minas áticas, recogiendo por este medio quinientos talentos; habiendo luego armado a dos mil a la Macedonia, para oponerlos a los Leucáspidas de Antígono, concibió un proyecto atrevido e inesperado de todos. Megalópolis era ya entonces por sí sola no menor ni menos poderosa que Lacedemonia, y tenía además el auxilio de los Aqueos y el de Antígono, que cubría sus costados, llamado al parecer por los Aqueos, a solicitud principalmente de los Megalopolitanos. Pensando, pues, en saquearlo Cleómenes- acción a la que en lo pronta e inesperada ninguna puede compararse-, dio orden a los soldados de que tomaran víveres para cinco días, y marchó con su ejército a la vía de Selasia, como quien iba a talar la Argólide; pero de allí bajó al territorio de los Megalopolitanos, y habiendo comido los ranchos junto al Reteo, repentinamente se encaminó por Helicunte a la ciudad misma. Cuando ya estaba a corta distancia, envió a Panteo con dos cohortes de Lacedemonios a apoderarse del lienzo de muralla entre las torres, que sabía era el puesto que tenían menos guardado los Megalopolitanos, y él seguía a paso lento con las demás tropas; pero habiendo encontrado Panteo descuidados no sólo aquel punto, sino otros muchos de la misma muralla, unos los tomó al golpe, en otros abrió brecha, y de la guarnición dio muerte a cuantos se presentaron, con lo que se apresuró Cleómenes a reunírsele, y antes que los Megalopolitanos pudieran apercibirse, ya estaba dentro de la ciudad con todas sus fuerzas.

No bien había corrido la voz de esta sorpresa por la ciudad, cuando unos se salieron de ella, llevándose lo que pudieron recoger, y otros acudieron con armas, y oponiéndose y resistiendo a los enemigos, si no pudieron rechazarlos, a lo menos proporcionaron seguridad a los ciudadanos que huían; de manera que no quedaron arriba de mil personas, habiéndose apresurado todos los demás a refugiarse a Mesena con sus hijos y sus mujeres. Salvóse también gran número de los que habían acudido en auxilio y habían tomado parte en el combate, siendo muy pocos los prisioneros que se hicieron; mas fueron de este corto número Lisándridas y Teáridas, varones muy ilustres y los de mayor autoridad entre los Megalopolitanos; por lo mismo los soldados que los apresaron los llevaron a presentar a Cleómenes;. Lisándridas, luego que le vio de lejos, le dijo en alta voz: “En tu mano está, oh rey de los Lacedemonios, ejecutar una hazaña más señalada y regia que la que acabas de hacer, y con la que adquieras todavía más gloria”; y Cleómenes, sospechando qué era lo que quería indicar: “¿Qué es lo que dices, Lisándridas?- le replicó- ¿Quieres proponerme que os restituya la ciudad?” A lo que contestó Lisándridas: “Eso mismo es lo que digo, aconsejándote que no arruines una ciudad como ésta, sino que la llenes de amigos y aliados fíeles y seguros, restituyendo a los Megalopolitanos su patria y constituyéndote en libertador de un pueblo tan numeroso”. Estuvo Cleómenes suspenso por un rato; luego dijo: “Difícil es eso de creer; pero con nosotros siempre ha podido más lo que se encamina a la gloria que al provecho.” Y dicho esto, los envió a Mesena, y un heraldo de su parte para anunciar que restituía su ciudad a los Megalopolitanos, sin más condición que la de que fueran sus aliados y amigos, separándose de los Aqueos. Mas, sin embargo de haber hecho Cleómenes una proposición tan benigna y humana, no dejó Filopemen a los Megalopolitanos separarse de la liga de los Aqueos, tomando para ello el medio de acusar a Cleómenes de que no trataba de restituir la ciudad, sino de apoderarse de los ciudadanos; e hizo echar a Teáridas y Lisándridas de Mesena. Este es aquel Filopemen que más adelante fue el primero de los Aqueos, y adquirió grande gloria y fama entre los Griegos, como en su propia Vida lo hemos escrito.

Cuando recibió esta noticia Cleómenes, que había conservado intacta e indemne la ciudad, hasta el punto de estar todos seguros de que no se había tomado la cosa más mínima, entonces, alterado e incomodado del todo, hizo meter a saco todos los bienes, envió las estatuas y pinturas a Esparta, y, arruinando y asolando la mayor y más señalada parte de la ciudad, movió para la Laconia, por temor de Antígono y de los Aqueos. Mas éstos nada hicieron, porque se hallaban en Egio reunidos en consejo. Después, cuando, subiendo Arato a la tribuna, estuvo largo tiempo haciendo exclamaciones y poniéndose el manto delante del rostro, sorprendidos todos, le rogaron que hablase, y diciéndoles que Megalópolis había sido arruinada por Cleómenes, al punto se disolvió la junta, lamentando los Aqueos su súbita y desmedida desventura. Pensó Antígono en ir en su auxilio; pero acudiendo con lentitud las tropas de los cuarteles de invierno, dio orden para que permaneciesen en el país que ocupaban, y él pasó a Argos, llevando consigo escasas fuerzas; por lo que otra segunda sorpresa de Cleómenes pudo parecer una temeridad y locura, pero fue obra de una singular prudencia, como escribe Polibio. “Porque sabiendo- dice- que los Macedonios estaban esparcidos por las ciudades, y que Antígono, que invernaba en Argos con sus amigos, sólo tenía unos cuantos estipendiarios, invadió la Argólide; echando cuenta con que, o vencería a Antígono si le movía la vergüenza, o lo pondría en mal con los Argivos si no se atrevía a combatir, que fue lo que sucedió. Porque talado por él el país, y trastornado y conmovido todo, los Argivos, que no podían llevarlo en paciencia, corrían al palacio del Rey clamando porque pelease o cediera el imperio a los que valían más que él; pero Antígono, que como general prudente tenía por vergonzoso el exponerse temerariamente sin tener cuenta de su seguridad, y no el que los otros hablaran mal de él, no quiso de ninguna manera salir, sino que se mantuvo en su propósito; y Cleómenes, llegando con su ejército hasta las murallas, los insultó, les hizo todo el mal posible impunemente, y se retiró.

Habiéndose oído de allí a poco que Antígono se dirigía otra vez a Tegea, para pasar desde allí a invadir la Laconia, reunió con presteza sus tropas, y adelantándose por otros caminos, al rayar el día se le vio ya en las inmediaciones de Argos, talando el país, para lo que no segaba el trigo como los demás con hoces o con las espadas, sino que lo tronchaba con unos palos largos, hechos en forma de sable, tomando como por juego el destrozar los frutos en la misma marcha sin ningún trabajo. Mas como al llegar al gimnasio Cilarabio quisiesen los soldados pegarle fuego, lo impidió, manifestándoles que lo ejecutado en Megalópolis mas había sido un arrebato de cólera que un acto laudable. Retiróse Antígono por el pronto a Argos, y después, según iba ocupando los montes y todas las eminencias, ponía guardias; y Cleómenes, para manifestar que no se le daba nada y le tenía en poco, le envió heraldos a pedirle las llaves del templo de Hera, para sacrificar a esta diosa en su retirada. Habiéndose burlado y mofado de esta manera, y hecho sacrificio a la diosa al pie del templo, que se halaba cerrado, condujo su ejército a Fliunte, y de allí expulsando la guarnición de Oligirto, bajó por Orcómeno; con lo que no solamente infundió aliento y confianza a sus ciudadanos, sino que con los enemigos mismos se acreditó de general y se mostró capaz de grandes empresas. Porque habiendo salido con las fuerzas de una ciudad sola, hacer juntamente la guerra contra el ejército de los Macedonios, contra todos los del Peloponeso y contra todos los tesoros del rey, y no sólo conservar intacta la Laconia, sino talar el territorio de aquellas y tomar ciudades de tanta importancia, esto era ciertamente obra de una pericia y de una virtud nada comunes.

El que primero profirió la máxima de que el dinero era el nervio de todos los negocios, parece que para decirlo miró principalmente a los de la guerra: Demades, mandando en una ocasión a los Atenienses que se equiparan y tripularan las galeras estando faltos de dinero: “Antes esles dijo- el pan que el piloto” Dícese asimismo de Arquidamo el Mayor que, al principio de la guerra del Peloponeso, dándosele orden de que fijara las contribuciones de los aliados, dijo que la guerra no se mantiene de lo tasado. Porque así como los atletas muy ejercitados cansan y rinden con el tiempo a los bien dispuestos y a los que sólo tienen destreza, de la misma manera Antígono, sosteniendo la guerra con un inmenso poder, fatigaba y cansaba a Cleómenes, que apenas podía pagar la soldada a los extranjeros y dar el alimento a sus ciudadanos; pues por lo demás, el tiempo estaba en favor de Cleómenes, por los graves negocios que llamaban a Antígono a su propio país. Porque, en su ausencia, los bárbaros habían invadido y talado la Macedonia, y entonces descendía a ella un ejército numeroso de los Ilirios, hostigados del cual instaban por su vuelta los Macedonios; y a poco, con que hubieran llegado antes de la batalla aquellas cartas, se habría marchado al punto, despidiéndose y no haciendo cuenta de los Aqueos: pero la que decide, nada más que con un poquito de mayores negocios, que es la fortuna, mostró entonces con la mayor evidencia la fuerza y el poder de la ocasión: pues que, acabada de dar la batalla de Selasia y de perder Cleómenes el ejército y la ciudad, en aquel mismo punto llegaron los mensajeros que llamaban a Antígono; accidente que contribuyó a hacer más digna de compasión la desgracia de Cleómenes. Porque si se hubiera detenido dos días no más, empleando los medios de prolongar la guerra, ninguna necesidad hubiera tenido de dar batalla, sino que, retirados los Macedonios, habría hecho la paz con los Aqueos del modo que le hubiera parecido, mientras que ahora, por la falta de fondos, según decimos, lo expuso todo a la suerte de las armas, precisado a entrar en acción con veinte mil hombres contra treinta mil, según dice Polibio.

En el combate, a pesar de que dio muestras de excelente general, de que sus ciudadanos se portaron con el mayor valor y que nada hubo que en los auxiliares y estipendiarios, la calidad de las armas y el peso de la falange fue lo que sin duda le oprimió; y aun Filarco es de sentir que intervino traición, y que a ésta se debió principalmente el que fuera arrollado Cleómenes. Porque dando Antígono orden a los Ilirios y Acarnanios de que ocultamente tomaran la vuelta y fingieran el ala que mandaba Euclidas, hermano, de Cleómenes, y formando después las demás tropas en orden de batalla, se puso a mirar Cleómenes desde una eminencia, y como no descubriese por ninguna parte las armas de los Ilirios y Acarnanios, temió que Antígono los hubiera destinado a alguna emboscada. Llamó, pues, a Damóteles, que era el encargado de observar las asechanzas, y le mandó que viera y examinara qué era lo que había a retaguardia y alrededor de su hueste; y como Damóteles, que es fama haber sido antes sobornado con dinero, le dijese que sobre aquel punto no tuviera cuidado, porque todo estaba bien, y atendiera sólo a lo que tenía delante, y procurara defenderse, dióle crédito, marchó contra Antígono, y habiendo rechazado hasta la distancia de cinco estadios la falange de los Macedonios, con el ímpetu de los Espartanos que consigo tenía, la derrotó y venció, siguiéndole el alcance; pero como en la otra ala hubiese sido envuelto Euclidas, hizo alto, y advirtiendo el peligro: “Pereciste- exclamó-, caro hermano; pereciste como valiente, dejando ejemplo a nuestros hijos y memoria a las mujeres espartanas.” Muerto así Euclidas, corrieron de la otra parte los que le vencieron, y viendo Cleómenes a sus soldados desordenados, y ya sin valor para aguardar el nuevo choque, hubo deponerse en salvo. Dícese que de los auxiliares murieron la mayor parte, y de los Lacedemonios, que eran en número de seis mil, todos, a excepción de doscientos.

Llegado a la ciudad, exhortó a los ciudadanos que salieron a recibirle a que dieran entrada a Antígono, y les dijo que por él, muerto o vivo, si en algo podía ser útil a Esparta, no faltaría a ejecutarlo. Viendo que las mujeres salían al encuentro a los que con él se habían salvado, que les tomaban las armas y les llevaban de beber, se entró en su casa; y como una criada que tenía de condición libre, habiéndola tomado en Megalópolis después de la muerte de su mujer, se llegase a él como solía, con deseo de asistirle, viéndole venir del ejército, ni quiso beber, sin embargo de que se ahogaba de sed, ni sentarse, estando fatigado; sino que, armado como estaba, puso la mano en una columna, y dejando caer el rostro sobre la flexura del brazo, descansó así por algunos instantes, y haciendo entre sí diferentes reflexiones, se dirigió con sus amigos al puerto de Gitio, y embarcándose en algunas naves prevenidas al intento, se hizo a la vela.

Tomó Antígono a Esparta con sólo presentarse; pero trató con humanidad a los Lacedemonios, sin insultar ni humillar la dignidad de Esparta; antes bien, les restituyó sus leyes y su gobierno, y sacrificando a los dioses, marchó al tercero día, noticioso de la guerra que sufría la Macedonia, y de que los bárbaros devastaban el país. Hallábase ya entonces enfermo, por haber contraído una tisis grave y una tos continua. Mas no por eso se dejó caer, sino que se esforzó para esta guerra de su patria durante lo bastante para alcanzar en ella una señalada victoria, con gran carnicería de los bárbaros, y hacer su muerte más gloriosa, la que se verificó, como es más natural, lo dice Filarco, de resultas de habérsele reventado la apostema con los gritos que dio durante el combate; aunque en los corrillos se decía que, prorrumpiendo de gozo después de la victoria en esta exclamación: “¡Oh, qué glorioso día!”, arrojó gran cantidad de sangre, y levantándosele una fuerte calentura, murió. Mas baste esto de Antígono.

Cleómenes, navegando de Citera, tocó en otra isla, que era la de Egialia, de donde estaba para pasar a Cirene, cuando uno de sus amigos, llamado Terición, varón de grande aliento para las empresas, y en sus expresiones altivo y arrogante, hallándole a solas, le hizo este razonamiento: “La muerte para el hombre más gloriosa la desdeñamos en el combate, sin embargo de que todos nos habían oído decir que Antígono no sería vencedor del rey de los Espartanos, como lo fuera después de muerto; pues la ocasión de la otra muerte, que a aquella es segunda en fama y en virtud, tenémosla ahora en nuestra mano. ¿Por qué, pues, navegamos a la ventura, huyendo de la que tenemos tan cerca, para ir a buscarla lejos? Porque si no es una afrenta que sirvan a los sucesores de Filipo y Alejandro los descendientes de Héracles, nos ahorraríamos una larga navegación con entregarnos a Antígono, que tanto se ha de aventajar a Tolomeo cuanto a los Egipcios los Macedonios. Y si nos desdeñamos de sujetarnos a aquellos por quienes con las armas fuimos vencidos, ¿iremos a tomar por dueño y señor al que no nos ha vencido, para qué así en lugar de uno haya dos a quienes seamos inferiores, Antígono, de quien huimos, y Tolomeo, a quien habremos de adular? ¿O diremos que venimos a Egipto a causa de la madre? ¡Pues por Cierto que serás a la madre un espectáculo agradable y digno de ser tomado por modelo, habiendo de presentar a las mujeres de Tolomeo un rey convertido en esclavo y un hijo fugitivo! ¿Pues por qué siendo todavía dueños de nuestras espadas, y teniendo todavía la Laconia a nuestra vista, no nos sustraemos aquí al imperio de la fortuna, justificándonos así para con los que yacen en Selasia muertos por Esparta? Y no que ahora vamos a estarnos reposados en Egipto, para informarnos de quién es el sátrapa que Antígono ha dejado en Lacedemonia” Habiendo hablado de esta manera Terición, le respondió Cleómenes: “Con seguir, oh menguado, de las cosas humanas la más fácil, y que todos tienen más a la mano, que es el morir, ¿quieres acreditarte de fuerte entregándote a una fuga más vergonzosa que la primera? Porque a les enemigos han cedido antes de ahora otros mejores que nosotros, o por caprichos de la fortuna u oprimidos por la muchedumbre; pero al que, o por el trabajo y el infortunio o por la gloria y el vituperio de los hombres se da por perdido, a éste es su propia cobardía la que le vence: la muerte voluntaria no debe elegirse para huir de obrar, sino para alguna acción útil, pues es cosa vergonzosa que vivamos o muramos para nosotros solos, que es lo que tú aconsejas, queriendo que nos apresuremos a salir de la situación presente, sin hacer o proponer ninguna otra cosa que sea honesta o provechosa. Mas por lo que hace a mí, creo que tú y yo no debemos perder aun toda esperanza de salvación para la patria; y cuando llegue el caso de que esta esperanza nos abandone enteramente, siempre nos ha de ser fácil el morir, si así conviene.” A esto nada replicó Terición; pero a la primera oportunidad que tuvo de apartarse de Cleómenes se retiró por la ribera y se dio muerte.

Cleómenes, haciéndose al mar desde Egialia se dirigió al África, y acompañado por los oficiales del rey, pasó a Alejandría. Presentándose a éste, al principio no fue de él tratado sino con la común humanidad y benevolencia; pero luego que dio a conocer el temple de su ánimo, acreditándose de hombre de mucho asiento, y mostrando en el trato diario un carácter espartano y sencillo, con cierta gracia liberal e ingenua, sin mancillar en lo más mínimo su ilustro origen ni aparecer abatido por el rigor de la fortuna, tuvo ya en el corazón del rey mejor lugar que los que bajamente le lisonjeaban y adulaban; sintiendo éste pesar y vergüenza de haber mirado con abandono a un varón tan singular y haber dejado que fuera la presa de Antígono, que de resultas tanto había aumentado en gloria y en poder. Enmendando, pues, lo pasado con nuevas honras y agasajos, alentó a Cleómenes, anunciándole que con naves y dinero le volvería a la Grecia y lo restablecerla en el reino. Señalole, además, una pensión de veinticuatro talentos al año, con los que se mantenía a sí mismo y a sus amigos con parsimonia y frugalidad, invirtiendo la mayor parte en socorrer benigna y humanamente a los que de la Grecia se acogían al Egipto.

Mas Tolomeo el Mayor murió antes de que tuviera cumplimiento la restitución de Cleómenes; y como al punto hubiese caído la corte en embriagueces, lascivias y todo género de disolución, fue consiguiente que se echara en olvido lo ofrecido a Cleómenes. Porque el rey mismo le habían traído a tal grado de corrupción con las mujerzuelas y el vino, que cuando más despierto estaba y más en su acuerdo, se le iba el tiempo en celebrar misterios y en andar por el palacio con una campanilla convocando a ellos; y de las cosas de gobierno disponía a su arbitrio Agatoclea, que era su favorita, la madre de ésta y un rufián llamado Enantes. Sin embargo, al principio no se tuvo por del todo inútil a Cleómenes, porque como Tolomeo temiese a su hermano Magas, a causa de que por su madre tenía ascendiente sobre las tropas, se valió de Cleómenes, y le admitió a los consejos íntimos, con la idea de deshacerse del hermano; mas él solo, sin embargo de que todos los demás instaban sobre que se pusiese por obra, desaprobó tal intento, diciendo que si fuera posible debían darse al rey muchos hermanos para su seguridad, y para tener con quien repartir la muchedumbre de los negocios; y aunque Sosibio, que era el de más poder entre los amigos del rey, expuso que no podrían tener confianza en las tropas asalariadas mientras Magas viviese, les dijo Cleómenes que en este punto estuvieran porque había entre estas tropas más de tres mil peloponesianos que estaban a su devoción, y con sólo hacerles una seña se le presentarían armados, con la más pronta voluntad: manifestación que por entonces granjeó a Cleómenes opinión de afecto al rey y de no estar destituido de poder. Mas como luego la misma flojedad de Tolomeo acrecentase en él el miedo, y, según la costumbre de los que no se paran a considerar nada, tuviese por lo más seguro temer de todo y no fiarse de nadie, empezó entre los cortesanos a tener por temible a Cleómenes, a causa de su influjo con las tropas extranjeras, y ya muchos decían que a aquel león se le tenía entre las ovejas; y a la verdad, como tal estaba en el palacio, mirando con entereza y haciéndose cargo de cuanto pasaba.

Desmayó, pues, en la demanda de naves y tropas; mas habiendo sabido que había muerto Antígono, que los Aqueos estaban enredados en la guerra de Etolia y que los negocios pedían su presencia y le llamaban allá, estando el Peloponeso en el mayor tumulto y agitación, pidió que se le permitiera ir sólo con sus amigos: pero de nadie fue escuchado, porque el rey a nadie daba oídos, entretenido siempre con mujerzuelas, con los regocijos de Baco y con comilonas; el que lo dirigía y gobernaba todo, que era Sosibio, si detenía a Cleómenes contra su deseo, le miraba como desasosegado y temible, y en el caso de dejarle marchar, le infundía recelos un hombre osado y de grandes alientos que estaba muy hecho cargo de las dolencias de aquel reino. Porque ni aun las dádivas le dominaban, sino que, así como Apis, cuando parecía que nadaba en la abundancia y en el placer, le inquietaba el deseo de una vida según su genio, y de las carreras y juegos en toda libertad, viéndose claramente que le era insufrible el que le contuviera la mano del sacerdote; del mismo modo a Cleómenes ningún regalo le lisonjeaba, sino que, como a Aquiles, el fuerte corazón se lo angustiaba de verse allí encerrado; y de las lides en el deseo bullicioso ardía.

Cuando sus cosas se hallaban en este estado, llega a Alejandría Nicágoras de Mesena, hombre que aborrecía a Cleómenes, aunque aparentaba serle amigo; y es que le había vendido años pasados una buena posesión, y por penuria de dinero, a lo que entiendo, o quizá por falta de oportunidad con motivo de las continuadas guerras, no había aún recibido el precio. Viéndole, pues, entonces Cleómenes saltar en tierra desde la nave, porque casualmente se estaba paseando en el desembarcadero del puerto, le saludó con afecto, y le preguntó cuál era la causa que le conducía a Egipto. Correspondióle Nicágoras con afabilidad, contestándole que traía para el rey caballos hechos a la guerra; Cleómenes se echó a reír: “Y yo te aconsejaría- le dijo- que más bien le trajeras tañedoras de flautas o hermosos mocitos, porque éstas son ahora las cosas de más gusto para el rey” Rióse también Nicágoras por entonces; pero haciendo, al cabo de pocos días, conversación en el campo a Cleómenes, le rogó que le pagara el precio, diciendo que no le incomodaría a no haber sentido bastante pérdida en el despacho del cargamento; y respondiéndole Cleómenes no tener ningún sobrante de su asignación, incomodado Nicágoras, denunció a Sosibio el dicho de Cleómenes. Oyóle aquel con placer; pero deseoso de tener otra causa con que exasperar más el ánimo del rey, persuadió a Nicágoras que dejara escrita una carta contra Cleómenes, en la que dijese que éste tenía meditado, si alcanzaba que se le dieran naves y soldados, apoderarse de Cirene. Escribió Nicágoras la carta y se marchó, y Sosibio, a los cuatro días, se la leyó al rey, como que acababa de recibirla, con lo que le acaloró e irritó, haciéndole determinar que se condujera a Cleómenes a un edificio grande, y acudiéndole allí con todo lo acostumbrado, se le privara de la salida.

No dejaba esta disposición de afligir a Cleómenes; pero fue todavía mas triste la perspectiva que se le presentó para lo venidero con este desgraciado accidente. Tolomeo, hijo de Crisermo, que era amigo del rey, había hablado siempre a Cleómenes con cariño, y aun había entre ambos cierta amistad y franqueza. Éste, pues, a ruego de Cleómenes, vino a verle, y le trató también en afabilidad, removiendo toda sospecha y procurando excusar al Rey; pero al retirarse de aquel edificio no se fijó en que Cleómenes seguía acompañándole hasta la puerta, y reprendió ásperamente a los de la guardia de que custodiaban con poca elegancia y cuidado a una fiera que pedía otra vigilancia. Oyólo Cleómenes, y retirándose sin que Tolomeo le sintiese, lo participó a los amigos. Todos, pues, desecharon las esperanzas que antes habían tenido, y poseídos de ira, determinaron vengarse de la injusticia e insulto de Tolomeo y morir de un modo digno de Esparta, sin aguardar a ser degollados como víctimas engordadas; para el sacrificio: pues era cosa terrible que, habiendo Cleómenes desechado las proposiciones de paz hechas por Antígono, gran militar y hombre de valor, se estuviera ahora sentado esperando a que se hallara de vagar un rey ministro de Cibeles, y a que depusiera el tímpano y el tirso para degollarle.

Tomada esta resolución, hizo la casualidad que Tolomeo había ido a Canopo, y con esta oportunidad hicieron correr la voz de que el rey le daba libertad. Además de esto, siendo costumbre recibida en el palacio que se enviase la comida y diferentes regalos a los que iban a ser sacados de la prisión, los amigos habían hecho estos preparativos para Cleómenes, y se los enviaron desde afuera del edificio, para engañar a los de la guardia, haciéndoles creer que era el rey el que los enviaba; para lo que sacrificó y les dio abundantemente parte, coronándose él de flores, y recostándose a comer con sus amigos. Dícese que puso en ejecución su designio más presto de lo que tenía pensado, por haber llegado a entender que un esclavo que estaba en el secreto había dormido fuera con una mujer, de la que estaba enamorado; y temeroso de que pudiera descubrirlo, siendo la hora del medio día, y habiéndose asegurado de que los guardias estaban durmiendo medio beodos, se puso la túnica, y desatando los lazos del hombro derecho, con la espada desnuda en la mano salió con los amigos, preparados de la misma manera, que en todos eran trece. De éstos, Hipotas, que era cojo, al primer ímpetu los acompañó con igual ardor; pero cuando advirtió que por él iban más despacio, les pidió que lo mataran y no malograron la empresa por esperar a un hombre inútil. Mas sucedió que atravesó por la puerta un alejandrino que llevaba un caballo; quitáronselo, y poniendo en él a Hipotas, dieron a correr por las calles, excitando a la muchedumbre a la libertad; pero, a lo que parece, para aquellos habitantes el último término de su valor era alabar y admirar la osadía de Cleómenes, no habiendo nadie que la tuviera para seguirle y darle ayuda. A Telomeo, hijo de Crisermo, que salía de palacio, le acometieron tres al punto, y le dieron muerte, y corriendo contra ellos en su carro el otro Tolomeo, a cuyo cargo estaba la custodia de la ciudad, saliéndole al encuentro, dispersaron a sus esclavos y a los de su escolta, y a él, arrojándole del carro, le mataron. Dirigiéronse en seguida al alcázar, con el objeto de quebrantar la cárcel y ayudarse con la muchedumbre de los presos; pero la guardia se les había anticipado, y la tenía bien defendida; de manera que, frustrado Cleómenes en este intento, corría desatentado por la ciudad, sin que se le reuniera nadie, y antes huyendo todos y mostrando el mayor temor, paróse, pues, y diciendo a sus amigos: “Nada tiene de extraño que sean mandados por mujeres unos hombres que rehúsan la libertad”, los exhortó a todos a morir de un modo digno de él y de sus anteriores hazañas. Hipotas fue el primero que se hizo traspasar por uno de los más jóvenes; y en seguida cada uno de los demás se atravesó a sí mismo con su espada con la mayor serenidad e intrepidez, a excepción de Penteo, que había sido el primero que entró en Megalópolis cuando fue tomada. A éste, bellísimo de persona, de la mejor índole y disposición para la educación espartana, y que por estas prendas había sido el amado de Cleómenes, le dio orden de que cuando viera que él y los demás habían acabado entonces acabara consigo. Yacían todos por el suelo, y Penteo fue de uno en uno tentando con la espada, no fuera que alguno quedara vivo; y haciendo por fin con Cleómenes la prueba de punzarle en un pie, como observase en su rostro algún movimiento, le besó, se sentó a su lado, y, cuando ya expiró, abrazó su cadáver, y en esta actitud se quitó a sí mismo la vida.

De este modo terminó sus días Cleómenes, habiendo reinado en Esparta diez y seis años y llegado a ser un varón tan eminente. Divulgada la noticia por toda la ciudad, Cratesiclea, no obstante ser de ánimo varonil, desfalleció con la grandeza de semejante calamidad, y abrazando a los hijos de Cleómenes, empezó a lamentarse y hacer grandes exclamaciones. El mayor de aquellos niños, desprendiéndose y saliendo de allí cuando nadie podía sospecharlo, se arrojó de cabeza desde el tejado, y aunque se hizo grandísimo daño, no murió del golpe, Y cuando le levantaron gritaba y se desesperaba porque le impedían el morir. Tolomeo, luego que se le dio cuenta, mandó que desollaran el cuerpo de Cleómenes y lo pusieran en una cruz, y que diesen muerte a los hijos, a la madre y a las mujeres que tenía consigo. Era una de éstas la mujer de Penteo, de hermosa y agraciada persona. Estaban recién casados, y en el primer ardor de sus amores les sobrevinieron estos infortunios. Quiso, pues, embarcarse desde el principio con Penteo, pero sus padres no la dejaron, teniéndola guardada por fuerza bajo llave; mas, al cabo de poco, habiendo podido proporcionarse un caballo y algún dinero, se escapó de noche, y sin detenerse caminó hasta Ténaro, y allí se embarcó en una nave que se dirigía a Egipto; conducida a la compañía de su marido, vivió con él en tierra extraña alegre y contenta. Entonces asistió a Cratesiclea, arrebatada por los soldados, la recogió el manto y la exhortó a tener buen ánimo, sin embargo de que mostró no arredrarla la muerte, no pidiendo más que una sola cosa, que era morir antes que los niños. Llegadas al sitio en que los ministros acostumbraban hacer tales ejecuciones, primero dieron muerte a los niños a vista de Cratesiclea, y después a ésta misma, que en medio de tanta aflicción no pronunció más palabras que éstas: “¡Hijos míos, a dónde habéis venido!” La mujer de Penteo se ciñó el manto, y siendo alta y de fuerza, callando y con reposo prestó su asistencia a cada una de las que murieron, y cubrió sus cadáveres en la forma que pudo. Finalmente, muertas todas, cuidó de su propio adorno, se recogió la ropa, y no permitiendo que se acercase nadie ni la viese, sino el encargado de la ejecución, murió heroicamente, sin necesitar de nadie que cuidara de cubrirla y amortajarla después de su muerte. ¡Tan celosa fue de conservar, aun en este trance, la limpieza de su alma, y de guardar aquel pudor, que fue mientras vivió el antemural de su cuerpo!

Lacedemonio, pues, habiendo puesto en contraposición y competencia en esta tragedia el valor de unas mujeres con el de los hombres, hizo ver que la virtud no puede ser nunca ofendida y agraviada por la fortuna. Al cabo de pocos días, los que guardaban el cuerpo de Cleómenes en cruz, vieron un dragón de bastante magnitud enroscado en su cabeza, y que le cubría el rostro en términos de no poder acercarse ninguna ave a comer sus carnes, de resulta de lo cual se apoderó del ánimo del rey cierta superstición y miedo, que dio ocasión a las mujeres para diferentes expiaciones, dándose a entender que habían muerto a un hombre amado de los dioses y de una naturaleza superior; los de Alejandría dieron en concurrir a aquel lugar, invocando a Cleómenes como héroe e hijo de los dioses, hasta que otros tenidos por más inteligentes los retrajeron de esta opinión, contándoles que de los bueyes podridos nacen las abejas, de los caballos las avispas, de los asnos en igual forma los escarabajos, y que los cuerpos humanos, cuando el podre de la medula se espesa y toma consistencia, produce serpientes: lo que observado por los antiguos, miraron al dragón como el más amigo, y compañero de los héroes entre todos los animales.