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Las metamorfosis: Libro VIII

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Las metamorfosis
de Ovidio
Libro VIII


Céfalo. V (1 - 5)

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     Ya el nítido día cuando hubo descubierto el Lucero, y ahuyentado
 de la noche los tiempos, cae el Euro y las húmedas nubes
 se levantan: dan curso, plácidos, a los que regresan los Austros,
 a los Eácidas y a Céfalo, por los cuales, felizmente llevados,
 antes de lo esperado los puertos buscados tuvieron. 5

Escila y Minos (6 - 154)

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     Entre tanto Minos los lelegeos litorales devasta
 y pone a prueba las fuerzas de su mavorte en la ciudad
 de Alcátoo, que Niso tiene, el cual, entre sus honoradas canas,
 en medio de su cabeza, un solo cabello, esplendente de púrpura,
 tenía prendido: garante de su gran reino. 10
     Los sextos cuernos resurgían de la naciente luna
 y en suspenso estaba aún la fortuna de la guerra y largo tiempo
 entre uno y otro vuela con dudosas alas la Victoria.
 Una regia torre había adosada a sus vocales murallas,
 en las cuales su áurea lira se dice que la prole 15
 de Leto depuso: a su roca el sonido de ella quedó prendido.
 Muchas veces allí solió ascender la hija de Niso,
 y alcanzar con una exigua piedrecita esas resonantes rocas,
 entonces, cuando paz hubiera; en la guerra también muchas veces solía
 contemplar desde ella las disputas del riguroso Marte; 20
 y ya por la demora de la guerra de los próceres también los nombres conocía
 y sus armas y caballos y hábitos y sus cidóneas aljabas.
 Conocía antes que los otros la faz del jefe hijo de Europa,
 más aún de lo que conocer bastante es. Con ella de juez, Minos,
 si su cabeza había escondido en su crestado yelmo de plumas, 25
 en gálea hermoso era, o si había cogido, por su bronce
 fulgente, su escudo, su escudo haber cogido le agraciaba.
 Había blandido tensando los brazos sus astiles flexibles,
 alababa la virgen, unida con sus fuerzas, su arte.
 Imponiéndoles un cálamo había curvado los abiertos arcos: 30
 que así Febo, juraba, se apostaba cuando cogía sus saetas.
 Pero cuando su faz desnudaba quitándose el bronce,
 y purpúreo montaba las espaldas de su blanco caballo, insignes
 por sus pintas gualdrapas, y sus espumantes bocas regía,
 apenas suya, apenas dueña de su sana mente la virgen 35
 Niseide era: feliz la jabalina que tocara él,
 y los que con su mano estrechara felices a esos frenos llamaba.
 El impulso es de ella, lícito sea sólo, llevar por la fila
 enemiga sus virgíneos pasos, es el impulso de ella
 de las torres desde lo más alto hacia los gnosios cuarteles lanzar 40
 su cuerpo, o las broncíneas puertas al enemigo abrir
 o cualquier otra cosa que Minos quiera. Y cuando estaba sentada
 las blancas tiendas contemplando del dicteo rey:
 «Si me alegre», dice, «o me duela de que se haga esta lacrimosa guerra
 en duda está. Me duele porque Minos enemigo de quien le ama es. 45
 Pero si estas guerras no fueran, nunca yo conocido le habría.
 De ser yo, aun así, aceptada como rehén, podría él deponer
 la guerra: a mí de compañera, a mí de prenda de paz me tendría.
 Si la que a ti te parió tal fue, el más bello
 de los reyes, cual eres tú, con motivo el dios ardió en ella. 50
 Oh, yo, tres veces feliz si con alas bajando por las auras
 pudiera en los cuarteles detenerme del gnosíaco rey
 y confesándome ser yo, y las llamas mías, con qué dote, le preguntara,
 querría que fuera comprada, sólo con que los patrios recintos no me demandara,
 pues perezcan mejor mis esperados lechos, a que sea 55
 por la traición poderosa. Aunque muchas veces la clemencia
 de su vencedor plácido útil hizo el ser vencidos para muchos.
 Justas hace ciertamente por su nacido extinguido estas guerras
 y por su causa prevalece, y por las armas que su causa sostienen,
 y, creo, seremos vencidos. ¿Qué salida, pues, queda a la ciudad? 60
 ¿Por qué su mavorte estas murallas mías a él le ha de abrir,
 y no nuestro amor? Mejor sin matanza y demora,
 y sin el coste podría vencer de su crúor.
 No temeré realmente que alguien tu pecho, Minos,
 hiera, en su imprudencia, ¿pues quién tan duro que a ti 65
 a dirigir se atreva, si no es sin saberlo, una despiadada asta?
 Estas empresas placen y consta mi decisión de entregar conmigo
 como dote a la patria y un fin imponer a la guerra.
 Empero querer poco es. Los accesos una custodia los guarda
 y los cerrojos de las puertas mi genitor los tiene: a él yo, solo, 70
 infeliz de mí, temo, solo él mis deseos demora.
 Los dioses hicieran que sin padre yo fuera. Para sí mismo cada uno en efecto
 es el dios: las perezosas súplicas la Fortuna rechaza.
 Otra ya hace tiempo, inflamada por un deseo tan grande,
 en destruir se gozaría cuanto se opusiera a su amor. 75
 ¿Y por qué alguna sería que yo más valiente? A ir por entre fuegos
 y espadas me atrevería, y no en esto, aun así, de fuegos algunos
 o de espadas menester es: menester es para mí del cabello paterno.
 Él para mí es que el oro más precioso, esa púrpura
 dichosa a mí me ha de hacer, y de mi deseo dueña». 80
     A la que tal decía, máxima nodriza de las ansias,
 la noche, le sobrevino, y con las tinieblas su audacia creció.
 El primer descanso había llegado, en el cual, de sus ansias diurnas cansados,
 los pechos el sueño tiene: en los tálamos paternos taciturna
 entra y -ay, mala acción-, su nacida al padre suyo 85
 del cabello de sus hados despoja, y de esa presa nefanda apoderada,
 lleva consigo el despojo de su abominación y saliendo de su puerta,
 por mitad de los enemigos -en su mérito confianza tan grande tiene-
 llega hasta el rey, al que así se dirigió, asustado:
 «Me persuadió el amor de la acción: prole yo, regia, de Niso, 90
 Escila, a ti te entrego los de mi patria y mis penates.
 Premios ningunos pido salvo a ti. Coge, prenda de mi amor,
 el purpúreo cabello, y no que yo ahora te entrego un cabello,
 sino de mi padre la cabeza a ti, cree», y su criminal diestra
 los regalos extendió. Minos lo extendido rehúye, 95
 y turbado por la imagen de este nuevo hecho responde:
 «Que los dioses te sustraigan, oh infamia de nuestro siglo,
 del orbe suyo, y la tierra a ti y el ponto se nieguen.
 De seguro yo no sufriré que a Creta, de Júpiter la cuna,
 que mi mundo es, tan gran monstruo le toque». 100
     Dijo y, cuando sus leyes a los cautivos enemigos, justísimo
 autor de ellas, hubo impuesto, que las amarras de su armada soltadas fueran
 ordenó, y las broncíneas popas empujadas a remo.
 Escila, después que al estrecho bajadas nadar las quillas,
 y que no le aprestaba ese general los premios a ella de su crimen, vio, 105
 consumidas las súplicas, a una violenta ira pasó
 y tendiendo sus manos, furibunda, esparcidos sus cabellos:
 «¿A dónde huyes», exclama, «a la autora de estos méritos abandonando,
 oh, antepuesto a la patria mía, antepuesto a mi padre?
 ¿A dónde huyes, despiadado, cuya victoria nuestro 110
 crimen y también mérito es? ¿Ni a ti los dados regalos ni a ti
 nuestro amor te ha conmovido, ni que mi esperanza toda en solo
 tú reunida está? ¿Pues a dónde, abandonada, me volvería?
 ¿A la patria? Vencida yace. Pero supón que me quedo:
 por la traición mía cerrado se me ha a mí. ¿De mi padre a la cara, 115
 el cual a ti te doné? Los ciudadanos odian a quien lo merece,
 los vecinos del ejemplo tienen miedo: expósita soy, huérfana
 de tierras, de modo que a nos Creta sola se abriera.
 En ella también, si nos prohíbes, y a nos, ingrato, abandonas,
 no la genetriz Europa tuya es, sino la inhóspita Sirte 120
 y de Armenia una tigresa y por el austro agitada Caribdis,
 ni de Júpiter tú nacido, ni tu madre por la imagen de un toro
 arrastrada fue: de tu generación falsa es esa fábula; verdadero
 y fiero, y no cautivado por el amor de novilla alguna,
 el que te engendró un toro fue. ¡Exige los castigos, 125
 Niso padre!, ¡gozaos de los males, recién traicionadas murallas,
 nuestros! Pues lo confieso, lo he merecido y soy digna de morir.
 Pero que aun así alguno de ésos a los que impía herí
 me extinga. ¿Por qué, quien venciste por el crimen nuestro,
 persigues ese crimen? Abominación éste para mi patria y mi padre, 130
 servicio para ti sea. De ti en verdad como esposo digna es
 la que adúltera en el leño engañó al torvo toro
 y ese discorde feto en el útero llevó. ¿Es que a los oídos
 tuyos no llegan mis palabras? ¿Acaso inanes palabras
 los vientos llevan, y los mismos, ingrato, tus quillas? 135
 Ya, ya no es admirable que Pasífae un toro
 haya antepuesto a ti: tú más fiereza tenías.
 Pobre de mí, apresurarse ordena y convulsa por los remos
 la onda suena; y conmigo a la vez, ah, mi tierra se le aleja.
 Nada haces, oh, en vano olvidado de los méritos nuestros: 140
 te seguiré, involuntario, y a tu popa abrazada recurva
 por los estrechos largos me haré llevar». Apenas lo dijera, adentro saltó de las ondas
 y alcanza las naves, haciéndole el deseo las fuerzas,
 y de la gnosíaca quilla prendida queda, compañera odiosa.
 A la cual su padre cuando la vio, pues ya estaba suspendido en el aura 145
 y recién convertido se había, de fulvas alas, en el águila marina,
 a ella iba para, prendida, con su pico lacerarla corvo.
 Ella de miedo la popa soltó, y el aura leve al ella caer,
 que la sostuvo -para que no tocara los mares- parecía.
 Su pluma fue: por esas plumas en ave mutada se la llama 150
 ciris y de su tonsurado cabello ha este nombre tomado.
     Sus votos a Júpiter Minos -los cuerpos de toros cien-
 cumplió cuando, saliendo de sus naves, la curétide tierra
 tocó, y con los despojos a ella fijados decorado fue su real.

El laberinto, el Minotauro y Ariadna (155 - 182)

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     Había crecido el oprobio de su generación, y vergonzoso se manifestaba 155
 de esa madre el adulterio por la novedad del monstruo biforme.
 Decide Minos este pudor de su tálamo suprimir
 y en una múltiple casa y ciegos techos encerrarle.
 Dédalo, por su talento del fabril arte celebradísimo,
 pone la obra, y conturba las señales y a las luces con el torcido 160
 rodeo de sus variadas vías conduce a error.
 No de otro modo que el frigio Meandro en las límpidas ondas
 juega y con su ambiguo caer refluye y fluye
 y corriendo a su encuentro mira las ondas que han de venir
 y ahora hacia sus manantiales, ahora hacia el mar abierto vuelto, 165
 sus inciertas aguas fatiga: así Dédalo llena,
 innumerables de error, sus vías, y apenas él regresar
 al umbral pudo: tanta es la falacia de ese techo.
 En el cual, después que la geminada figura de toro y joven
 encerró y al monstruo, con actea sangre dos veces pastado, 170
 el tercer sorteo lo dominó, repetido a los novenos años,
 y cuando con ayuda virgínea fue encontrada, no reiterada
 por ninguno de los anteriores, esa puerta difícil con el hilo recogido,
 al punto el Egida, raptada la Minoide, a Día
 velas dio, y a la acompañante suya, cruel, en aquel 175
 litoral abandonó. A ella, abandonada y de muchas cosas lamentándose,
 sus abrazos y su ayuda Líber le ofreció, y para que por una perenne
 estrella clara fuera, cogida de su frente su corona,
 la envió al cielo. Vuela ella por las tenues auras
 y mientras vuela sus gemas se tornan en nítidos fuegos 180
 y se detienen en un lugar -el aspecto permaneciendo de corona-,
 que medio del que se apoya en su rodilla está, y del que la sierpe tiene.

Dédalo e Ícaro (183 - 235)

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     Dédalo entre tanto, por Creta y su largo exilio
 lleno de odio, y tocado por el amor de su lugar natal,
 encerrado estaba en el piélago. «Aunque tierras», dice, «y ondas 185
 me oponga, mas el cielo ciertamente se abre; iremos por allá.
 Todo que posea, no posee el aire Minos».
 Dijo y su ánimo remite a unas ignotas artes
 y la naturaleza innova. Pues pone en orden unas plumas,
 por la menor empezadas, a una larga una más breve siguiendo, 190
 de modo que en pendiente que habían crecido pienses: así la rústica fístula
 un día paulatinamente surge, con sus dispares avenas.
 Luego con lino las de en medio, con ceras aliga las de más abajo,
 y así, compuestas en una pequeña curvatura, las dobla
 para que a verdaderas aves imite. El niño Ícaro a una 195
 estaba, e ignorando que trataban sus propios peligros,
 ora con cara brillante, las que la vagarosa aura había movido,
 intentaba apoderarse de esas plumas, ora la flava cera con el pulgar
 mullía, y con el juego suyo la admirable obra
 de su padre impedía. Después que la mano última a su empresa 200
 impuesto se hubo, su artesano balanceó en sus gemelas alas
 su propio cuerpo, y en el aura por él movida quedó suspendido.
 Instruye también a su nacido y: «Por la mitad de la senda que corras,
 Ícaro», dice, «te advierto, para que no, si más abatido irás,
 la onda grave tus plumas, si más elevado, el fuego las abrase. 205
 Entre lo uno y lo otro vuela, y que no mires el Boyero
 o la Ursa te mando, y la empuñada de Orión espada.
 Conmigo de guía coge el camino». Al par los preceptos del volar
 le entrega y desconocidas para sus hombros le acomoda las alas.
 Entre esta obra y los consejos, su mejillas se mojaron de anciano, 210
 y sus manos paternas le temblaron. Dio unos besos al nacido suyo
 que de nuevo no había de repetir, y con sus alas elevado
 delante vuela y por su acompañante teme, como la pájara que desde el alto,
 a su tierna prole ha empujado a los aires, del nido,
 y les exhorta a seguirla e instruye en las dañinas artes. 215
 También mueve él las suyas, y las alas de su nacido se vuelve para mirar.
 A ellos alguno, mientras intenta capturar con su trémula caña unos peces,
 o un pastor con su cayado, o en su esteva apoyado un arador,
 los vio y quedó suspendido, y los que el éter coger podían
 creyó que eran dioses. Y ya la junonia Samos 220
 por la izquierda parte -habían sido Delos y Paros abandonadas-,
 diestra Lebinto estaba, y fecunda en miel Calimna,
 cuando el niño empezó a gozar de una audaz voladura
 y abandonó a su guía y por el deseo de cielo arrastrado
 más alto hizo su camino: del robador sol la vecindad 225
 mulló-de las plumas sujeción- las perfumadas ceras.
 Se habían deshecho esas ceras. Desnudos agita el los brazos,
 y de remeros carente, no percibe auras algunas
 y su boca, el paterno nombre gritando, azul
 la recoge un agua que el nombre saca de él. 230
 Mas el padre infeliz, y no ya padre: «¡Ícaro!», dijo,
 «¡Ícaro!», dijo, «¿Dónde estás? ¿Por qué región a ti he de buscarte?
 ¡Ícaro!», decía. Las plumas divisó en las ondas,
 y maldijo sus propias artes, y su cuerpo en un sepulcro
 encerró, también tierra por el nombre dicha del sepultado. 235

Perdiz (236 - 259)

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     A él, mientras en el túmulo ponía el cuerpo de su pobre nacido,
 gárrula desde una limosa encina lo contempló una perdiz
 y aplaudió con sus alas y atestiguados su gozos por su canto fueron,
 única entonces esa ave y no vista en los anteriores años,
 y, recién convertida en ave, largo crimen para ti, Dédalo, fue. 240
 Pues a éste le había entregado -de sus hados ella ignorante-, para que él le enseñara,
 al engendrado suyo su germana: sus cumpleaños pasados
 una docena de veces un chico, de ánimo para los preceptos capaz.
 Él incluso, las espinas que en medio de un pez se señalan,
 las sacó para ejemplo y en un hierro agudo talló 245
 unos perpetuos dientes y de la sierra encontró el uso.
 El primero él también dos brazos de hierro con un solo nudo
 vinculó para que, por un igual espacio distantes ellos,
 una parte quedara parada, la parte otra trazara un círculo.
 Dédalo lo envidió, y del sagrado recinto de Minerva 250
 de cabeza lo envió, resbalado mintiéndole; mas a él,
 la que alienta los ingenios, lo acogió Palas y ave
 lo devolvió, y por mitad lo veló del aire de plumas,
 pero el vigor de su ingenio, un día veloz, a sus alas
 y a sus pies se marchó. El nombre, el que también antes, permaneció. 255
 No, aun así, esta ave alto su cuerpo levanta
 ni hace en las ramas y la alta copa sus nidos.
 Cerca de la tierra revolotea y pone en los setos sus huevos,
 y, memoriosa de su antigua caída, tiene miedo a las alturas.

Meleagro y el jabalí de Calidón (260 - 444)

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     Y ya fatigado la tierra del Etna había recibido 260
 a Dédalo, y, al coger las armas a favor de un suplicante, Cócalo
 por compasivo era tenido; ya Atenas de pagar
 había cesado, por la gloria de Teseo, su lamentable tributo:
 los templos se coronan, a la guerreadora Minerva
 con Júpiter invocan, y los dioses otros, a los que con la sangre prometida 265
 y sus presentes dándoles y sus acervos de incienso, honoran.
 Había esparcido la errante fama por las argólicas ciudades el nombre
 de Teseo, y los pueblos que la rica Acaya cogía,
 de él la ayuda habían implorado en sus grandes peligros,
 de él la ayuda Calidón -aunque a Meleagro tuviera- 270
 con angustiado ruego, suplicante, había pedido. La causa de la petición
 un cerdo era, sirviente y defensor de la hostil Diana.
 Pues cuentan que Eneo, de un año de prosperidad pleno,
 las primicias de los frutos a Ceres, sus vinos a Lieo,
 los Paladios licores a la flava Minerva había ofrendado. 275
 Empezando por los campestres, a todos los altísimos arribó
 su ambicionado honor. Solas sin incienso dejadas,
 preteridas, que cesaron cuentan de la Latoide las aras.
 Toca también la ira a los dioses: «Mas no impunemente lo llevaremos,
 y, la que no honorada, no también se nos dirá no vengada», 280
 dice, y, despreciada, por los campos Olenios mandó
 un vengador jabalí, cuanto mayores toros la herbosa
 Epiros no tiene, pero los tienen los sículos campos menores.
 De sangre y fuego rielan sus ojos, rígida está su erizada cerviz,
 también sus cerdas semejantes a rígidos astiles se erizan, 285
 [y se yerguen como una empalizada, como altos astiles, sus cerdas].
 Hirviente, junto con su bronco rugido, por sus anchas espaldillas
 la espuma le fluye, sus dientes se igualan a los dientes indos,
 un rayo de su boca viene, las frondas con sus aflatos arden.
 Él, ora los crecientes sembrados pisotea, aún en hierba, 290
 ahora los maduros votos siega de un colono que habrá de llorarlos,
 y a Ceres en espigas la intercepta, la era en vano,
 y en vano aguardan los hórreos las prometidas mieses.
 Postradas yacen grávidas junto con su largo sarmiento las crías
 y la baya con las ramas de la siempre frondosa oliva. 295
 Se encarniza también en los rebaños: no a ellas el pastor o el perro,
 no a las vacadas, bravos, las pueden defender los toros.
 Se dispersan los pueblos y no sino en las murallas de la ciudad
 estar creen a salvo, hasta que Meleagro y un solo
 selecto puñado de jóvenes se unieron en su deseo de alabanza: 300
 los Tindárides gemelos, digno de ver en las cestas el uno,
 el otro a caballo, y de la primera nave el constructor, Jasón,
 y con Pirítoo -feliz concordia- Teseo,
 y los dos Testíadas y, prole de Alfareo, Linceo,
 y el veloz Idas y ya no mujer Ceneo 305
 y Leucipo el feroz y por su jabalina insigne Acasto
 e Hipótoo y Dríade y, descendido de Amíntor, Fénix
 y los Actóridas parejos, y enviado desde la Élide Fileo.
 Tampoco Telamón faltaba y el creador del magno Aquiles
 y con el Feretíada y el hianteo Iolao 310
 el diligente Euritión y en la carrera invicto Equíon
 y el naricio Lélex y Panopeo e Hileo y el feroz
 Hípaso y en sus primeros años tadavía Néstor
 y a los que Hipocoonte mandó desde la antigua Amiclas
 y de Penélope el suegro con el parrasio Anceo 315
 y Ampícida el sagaz y todavía de su esposa a salvo
 el Eclida, y, gracia del bosque liceo, la Tegeea.
 Un bruñido alfiler a ella le mordía lo alto del vestido,
 su pelo iba sencillo, recogido en un nudo solo;
 de su hombro colgando izquierdo resonaba la marfileña 320
 guardesa de sus flechas, el arco también su izquierda lo tenía.
 Tal era por su arreglo su belleza, que decirla verdaderamente
 virgínea en un jovencito, juvenil en una virgen, pudieras.
 A ella al par que la vio, al par el calidonio héroe
 la eligió, renuente el dios, y unas llamas escondidas 325
 apuró y: «Oh feliz él si a alguno dignara», dice,
 «esta mujer por esposo», y no más permite el tiempo y el pudor
 decir: la mayor obra del gran certamen urge.
     Un bosque concurrido de troncos, que ninguna edad había tumbado,
 empieza desde un plano e inclinados contempla unos campos; 330
 al cual después que llegaron esos varones, parte las redes tienden,
 sus ligaduras parte quitan a los perros, parte impresas siguen
 las señales de los pies y desean hallar su propio peligro.
 Un cóncavo valle había, en el que dejarse caer unos arroyos
 solían, de pluvial agua. Posee lo hondo de la laguna 335
 el flexible sauce y ovas livianas y juncos palustres
 y mimbres y bajo la larga enea pequeñas cañas.
 De aquí el jabalí lanzándose violento en mitad de sus enemigos
 sale, como de las sacudidas nubes expelidos los fuegos.
 Se postra por su carrera el bosque y un estruendo propulsada 340
 la espesura hace: gritan los jóvenes y preparadas en su fuerte
 diestra tienen las armas vibrantes con su ancho hierro.
 Él se lanza y esparce los perros según cada uno a él, enloquecido,
 se le opone, y con su oblicuo golpe, ladrando, los disipa.
     La cúspide blandida en primer lugar por el brazo de Equíon 345
 vana fue y en un tronco hizo una leve herida de arce.
 La próxima, si de las demasiadas fuerzas de su lanzador uso
 no hubiera ella hecho, en la espalda buscada pareció que iba a clavarse.
 Más lejos va. El autor del arma el pagaseo Jasón.
 «Febo», dice el Ampícida, «si a ti te honré y te honró 350
 dame, el que es buscado, con certera arma alcanzar».
 En lo que pudo a estas súplicas el dios asintió; golpeado por él fue,
 pero sin herida, el jabalí. Su hierro Diana de la jabalina
 en vuelo había arrebatado. Leño sin punta llegó.
 La ira del fiero se excitó y no que el rayo más lene ardió. 355
 Riela de sus ojos, espira también por su pecho llama
 y como vuela la mole disparada por el tensado nervio
 cuando busca o las murallas o llenas de soldado las torres,
 contra los jóvenes con su certera así embestida el hiriente cerdo
 váse y a Hipalmo y Pelagón que los diestros flancos 360
 guadaban postra: sus compañeros arrebataron a los caídos.
 Mas no de sus mortíferos golpes escapó Enésimo,
 de Hipocoonte simiente. Temblando y sus espaldas aprestando
 a volver, segada su corva, le abandonaron sus nervios.
 Quizás también el Pilio anteriormente a los troyanos tiempos 365
 hubiera desaparecido, pero tomando impulso de su lanza puesta en el suelo
 saltó, de un árbol que se erguía próximo, a sus ramas,
 y abajo miró, seguro en ese lugar, del que había huido, al enemigo.
 Con sus dientes aquel feroz, en un tronco de encina estregados,
 se cierne para la destrucción y confiando en sus recientes armas 370
 del Euritida magno el muslo apuró con su pico corvo.
 Mas los gemelos hermanos, todavía no celestes estrellas,
 ambos conspicuos, en caballos que la nieve más cándidos
 ambos eran portados, ambos, blandiéndolas por las auras
 de sus astas batían las guijas con trémulo movimiento. 375
 Heridas hubieran hecho, de no ser porque el cerdoso animal entre unas opacas
 espesuras se hubiese ido, ni para las jabalinas ni para el caballo lugares transitables.
 Lo persigue Telamón e incauto en su afán por ir,
 de bruces por una raíz de un árbol cayó retenido.
 Mientras lo levanta a éste Peleo una rápida saeta la Tegeea 380
 impuso a su nervio y la expelió de su curvado arco.
 Fijada bajo la oreja del fiero desgarró la caña lo alto
 de su cuerpo y de sangre enrojeció exigua sus cerdas,
 y no, aun así, ella más contenta del éxito de su golpe
 que Meleagro estaba: el primero se cree que lo vio, 385
 y el primero que a sus compañeros visto mostró el crúor
 y que: «Merecido», dijo, «llevarás de tu virtud el honor».
 Enrojecieron los varones y a sí mismos se exhortan y añaden
 con clamor ánimos y lanzan sin orden sus armas:
 su multitud perjudica a los lanzamientos y los impactos que busca impide. 390
 He aquí que enfurecido, contra sus hados el Arcadio, el de hacha bifronte:
 «Aprended, frente a las femeninas, cuánto las armas viriles aventajan,
 oh jóvenes, y a la obra mía ceded», dijo.
 «Aunque la propia Latonia a él con sus armas lo proteja,
 contra la voluntad, aun así, de Diana lo destruirá mi diestra». 395
 Tales cosas con grandilocuente boca, henchido, había remembrado
 y su bicéfala segur levantando con ambas manos
 se había erguido en sus dedos, suspendido sobre el principio de sus articulaciones:
 se apodera del que tal osaba y por donde es la ruta vecina a la muerte,
 a lo alto de las ingles el fiero le enderezó sus gemelos dientes. 400
 Cae Anceo y hacinadas con mucha sangre
 sus vísceras resbalándose fluyen. Humedecida la tierra de crúor queda.
 Iba contra el adverso enemigo la prole de Ixíon,
 Pirítoo, con su vigorosa diestra batiendo unos venablos;
 al cual: «Lejos», el Egida, «oh que yo para mí más querido», dice, 405
 «parte del alma mía, detente. Pueden fuera de alcance estar
 los fuertes. A Anceo le dañó su temeraria virtud»,
 dijo, y de broncínea cúspide blandió un pesado cornejo;
 el cual, bien balanceado y que de su voto apoderado se habría,
 se lo impidió, de su árbol de encina frondosa, una rama. 410
 Envió también el Esónida una jabalina que el acaso, desde él,
 volvió hacia el hado de un perro ladrador que lo desmerecía, y a través
 de sus ijares disparada, en la tierra, a través de los ijares, clavada quedó.
 Mas la mano del Enida varía y enviándole dos,
 el asta primera en la tierra, en mitad de la espalda se irguió la otra, 415
 y sin demora, mientras se encarniza, mientras su cuerpo hace girar en círculo
 y rugiente espuma con nueva sangre derrama,
 de la herida el autor acude y a su enemigo irrita a la ira
 y unos espléndidos venablos esconde en sus adversas espaldillas.
 Sus gozos atestiguan los socios con el clamor favorable 420
 y la vencedora diestra buscan a su diestra juntar,
 y el inabarcable fiero, en mucha tierra tendido,
 admirados contemplan y todavía tocarlo seguro
 no creen que sea, pero las armas suyas aun así cada cual ensangrienta.
 Él, con su pie impuesto, la cabeza mortífera pisa 425
 y así: «Toma el botín, Nonacria, de mi jurisdicción»,
 dijo, «y que en parte vaya mi gloria contigo».
 En seguida los despojos, las erizadas espaldas de rigurosas
 cerdas, le da e insigne por sus grandes dientes su rostro.
 Para ella alegría es, con el regalo, del regalo su autor. 430
 Lo envidiaron los otros y en todo el grupo había un murmullo.
 De los cuales, tendiendo sus brazos con su ingente voz:
 «Déjalo, va, y no interceptes, mujer, los títulos nuestros»,
 los Testíadas claman, «y no a ti la confianza de tu hermosura
 te engañe, no esté lejos de ti, cautivado de amor, 435
 su autor», y a ella arrebatan el regalo, la jurisdicción del regalo a él.
 No lo soportó, y rechinando de henchida ira el Mavortio:
 «Aprended, robadores del ajeno honor», dijo,
 los hechos de las amenazas cuanto distan», y apuró con nefando
 hierro el pecho de Plexipo, que nada tal temía. 440
 A Tóxeo, sobre qué hacer en duda, y al par queriendo
 vengar a su hermano y los fraternos hados temiendo,
 no sufre que dude mucho tiempo, y cálido del anterior
 asesinato recalienta de consorte sangre su arma.

Altea y Meleagro (445 - 525)

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     Sus dones al dios en los templos por su hijo vencedor llevaba, 445
 cuando ve Altea que extinguidos sus hermanos de vuelta traen.
 La cual, golpe de duelo dándose, de afligidos gritos la ciudad
 llena y con las vestiduras de oro mutó unas negras.
 Mas una vez que hubo el autor de la muerte a la luz salido, desaparece todo
 el luto, y de las lágrimas éste se vuelve al amor del castigo. 450
     Un tronco había, el cual, cuando -su parto ya dado a luz- estaba acostada
 la Testíade, en llamas pusieron las triples hermanas,
 y sus hebras fatales, apretándolas con el pulgar, hilando:
 «Los tiempos», dijeron, «mismos al leño y a ti,
 oh, ora nacido, damos». La cual canción dicha después que 455
 se retiraron las diosas, la flagrante rama la madre
 del fuego retiró y la asperjó con fluidas aguas.
 Ella largo tiempo había estado en los penetrales escondida más profundos
 y, preservada, joven, había preservado tus años.
 La sacó a ella la genetriz, y teas y virutas que se dispongan 460
 impera, y dispuestas enemigos fuegos les acerca.
 Entonces, intentando cuatro veces a las llamas imponer la rama,
 su empresa cuatro veces contuvo. Lucha la madre y la hermana,
 y diversos tiran dos nombres de un solo pecho.
 Muchas veces del miedo de su crimen futuro palidecía su rostro, 465
 muchas veces, hirviente, a sus ojos daba la ira su propio rubor,
 y ora semejante al que amenaza no sé qué cosa cruel
 su rostro era, ora al que compadecerse creer podrías;
 y cuando las lágrimas de su ánimo había secado su fiero ardor,
 se encontraban lágrimas aun así, y como la quilla, 470
 a la que el viento y, al viento contrario, arrastra el bullir del mar,
 una fuerza gemela siente y obedece sin tino a las dos cosas,
 la Testíade no de otra forma por dudosos afectos va errante
 y por turnos depone y depuesta resucita su ira.
 Empieza a ser aun así mejor germana que madre 475
 y como sus consanguíneas sombras con sangre aplaque,
 por su impiedad pía es; pues después que el calamitoso fuego
 convaleció: «La pira esta creme mis entrañas», dijo,
 y como en su mano ominosa el leño fatal tenía,
 ante esas sepulcrales aras infeliz se apostó 480
 y: «Diosas triples de los castigos», dice, «a estos sacrificios
 de furia, Euménides, los rostros volved vuestros.
 Tomo venganza y hago una abominación. La muerte con la muerte de expiar se ha,
 a un crimen de añadirse un crimen ha, a los funerales un funeral.
 Coacervados, perezca esta casa impía mediante lutos. 485
 ¿Acaso feliz Eneo de su nacido vencedor disfrutará,
 y Testio huérfano estará? Mejor plañiréis ambos.
 Vosotros ora, fraternos manes y ánimas recientes,
 el servicio sentid mío y a lo grande preparados,
 aceptad estos sacrificios de ultratumba, las malas prendas del útero nuestro. 490
 ¡Ay de mí! ¿A dónde me arrebato? Hermanos, perdonad a una madre.
 Desertan de la empresa mis manos. Que ha merecido él, confesamos,
 por qué muera. De su muerte a mí no place la autora.
 ¿Así que impunemente lo llevará y vivo y vencedor y por su mismo
 éxito henchido el reino de Calidón tendrá, 495
 vosotros, ceniza exigua y heladas sombras yaceréis?
 No yo ciertamente lo sufriré. Perezca el criminal y él
 la esperanza de un padre y el reino arrastre y de la patria la ruina.
 ¿La mente dónde materna está? ¿Dónde están las pías leyes de los padres
 y los que sostuve una decena de meses, afanes? 500
 Oh, ojalá en los primeros fuegos hubieras ardido aún bebé
 y tal yo sufrido hubiera. Viviste por regalo nuestro,
 ahora por el mérito morirás tuyo. Coge los premios de lo hecho,
 y dos veces dado, primero por el parto y luego por el tronco arrebatado,
 devuelve tu aliento, o a mí me añade a los fraternos sepulcros. 505
 Y lo deseo y no puedo. ¿Qué haga yo? Ora las heridas de mis hermanos
 ante los ojos tengo y de tan gran sangría la imagen,
 ahora mi ánimo la piedad y los maternos nombres quiebran.
 Pobre de mí. Mal venceréis, pero venced, hermanos,
 en tanto que, la que os los habré de dar, a esos consuelos y a vosotros 510
 yo misma siga». Dijo y con una diestra, vuelta ella de espaldas, temblorosa,
 el fúnebre tizón arrojó en medio de los fuegos.
 O dio o pareció que un gemido aquel tronco
 había dado, y arrebatado por esos involuntarios fuegos ardió.
     Inconsciente y ausente, Meleagro por la llama aquella 515
 se quema y por ciegos fuegos tostarse sus entrañas
 siente y grandes dolores supera por su virtud.
 Aun así, que por una cobarde muerte él caiga y sin sangre
 le aflige, y las de Anceo felices heridas dice
 y a su padre de edad avanzada y hermanos y pías hermanas 520
 con un gemido, y a la compañera de su lecho llama con boca postrera;
 quizás también a su madre. Crecen el fuego y el dolor,
 y languidecen otra vez. Al mismo tiempo se extinguió uno y otro
 y hacia las leves auras marchó poco a poco su espíritu,
 poco a poco la brasa cubriendo, cana, la ceniza. 525

Las hermanas de Meleagro (526 - 546)

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     La alta Calidón yace. Plañen jóvenes y viejos,
 y el vulgo y los nobles gimen, y rasgándose los cabellos
 golpes de duelo se dan las madres Calídonides Eveninas.
 De polvo su canicie el genitor y su rostro senil
 mancha, por el suelo derramado, y su espaciosa edad increpa, 530
 pues, en cuanto a la madre, la mano para ella cómplice del siniestro hecho
 le exigió los castigos, pasando por sus entrañas el hierro.
 No a mí si cien bocas un dios, sonando con sus lenguas,
 y un ingenio capaz y todo el Helicón me hubiera dado,
 los tristes votos conseguiría de sus pobres hermanas. 535
 Olvidadas de su decor sus lívidos pechos tunden,
 y mientras le queda cuerpo, su cuerpo reaniman y animan,
 besos le dan a él, dispuesto dan besos al lecho.
 Después de ceniza, sus cenizas apuradas a su pecho aprietan
 y derramadas yacen junto al túmulo, y a sus nombres 540
 inscritos en la roca abrazadas, lágrimas sobre sus nombres derraman.
 A las cuales finalmente la Latonia, del desastre de la Pataonia
 casa saciada, excepto a Gorge y a la nuera
 de la noble Alcmena, nacidas en su cuerpo plumas,
 las aligera, y largas por sus brazos les extiende unas alas 545
 y córneas sus bocas hace y tornadas por el aire las manda.

Teseo y Aqueloo, I (547 - 573a)

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     Entre tanto Teseo, su parte de la obra común
 tras cumplir, a los erecteos recintos iba de la Tritónide.
 Le cerró el camino y le causó demoras el Aqueloo al marchar,
 de lluvia henchido: «Acércate a los techos», le dice, «míos, ilustre 550
 Cecrópida, y no te encomiendes a las robadoras ondas.
 Llevar troncos sólidos y oblicuas rocas hacer rodar
 con su gran murmullo suelen. He visto, lindando a su ribera,
 con sus greyes establos altos ser arrastrados, y ni fuertes allí
 les sirvió ser a las vacadas ni a los caballos veloces. 555
 Muchos también este torrente, las nieves desde el monte liberadas,
 muchos cuerpos juveniles en su arremolinado abismo sumergió.
 Más seguro es el descanso, mientras sus caudales corran por su acostumbrada
 linde, mientras tenues acoja su seno las ondas.
 Asintió el Egida y: «Haré uso, Aqueloo, de la casa 560
 y del consejo tuyo», respondió; y uso de ambos hizo.
 De pómez multicava y no lisas tobas a unos atrios
 construidos entra: la tierra estaba húmeda de blando musgo,
 las alturas artesonaban, con alterno múrice, conchas.
 Y ya dos partes de la luz Hiperión habiendo medido, 565
 se recostaron en unos divanes Teseo y sus compañeros de fatigas,
 por ésta el Ixiónida, por aquella parte el héroe
 treceno, Lélex, de raras canas ya asperjadas sus sienes,
 y a los otros que con parejo honor había dignado
 el caudal de los acarnanes, contentísimo de huésped tanto. 570
 En seguida unas ninfas desnudas de plantas instruyeron
 con manjares acercadas las mesas, y el festín retirado,
 en gema pusieron vino puro.

Las Equínades; Perimele (573b - 610)

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     Entonces el más grande héroe
 las superficies mirando a sus ojos sometidas: «Qué lugar», dijo,
 «aquél», y con el dedo lo muestra, «y la isla nombre cuál 575
 lleva aquella, enséñanos; aunque no una parece».
 El caudal a esto: «No es», dice, «lo que divisáis una cosa:
 cinco tierras yacen. El espacio las distancias burla.
 Y por que menos el hecho te admire, despreciada, de Diana,
 unas náyades ellas habían sido, las cuales, una decena de novillos 580
 habiendo sacrificado y del campo a los dioses a los sacrificios habiendo invitado,
 olvidadas de nos, sus festivos coros hicieron.
 Me entumecí de ira y cuan grande fluyo cuando máximo alguna vez,
 tan grande era, y al par por mis ánimos y ondas inabarcable,
 de las espesuras, espesuras, y de los campos, campos arrancaba, 585
 y con su lugar a las ninfas, acordadas entonces al fin de nos,
 a los mares arramblé. El flujo nuestro y del mar
 esa tierra distrajo continua, y sus partes desligó
 en otras tantas cuantas Equínades divisas en medio de las ondas.
 Como aun así tú mismo ves, lejos, ay, lejos una isla 590
 se apartó, grata a mí. Perimele el navegante la llama.
 A ella yo su virgíneo nombre, mi elegida, le quité,
 lo cual su padre Hipodamante amargamente sufrió y al profundo
 arrojó desde una peña el cuerpo de su hija, que iba a morir.
 La recogí, y mientras nadaba sosteniéndola: «Oh, agraciado con los reinos 595
 próximos del cosmos, los de la vagabunda onda», dije, «portador del tridente,
 [en quien acabamos, al que sagrados corremos los caudales,
 ven aquí y oye plácido, Neptuno, a quien te suplica.
 A ésta yo, a la que porto, he hecho daño. Si tierno y justo,
 si padre Hipodamante, o si menos impío fuera,]1 600
 préstale ayuda, y a ella, ahogada, te lo ruego, por la fiereza paterna,
 dale, Neptuno, un lugar; o que sea el lugar ella, lícito será:
 [así también la estrecharé». Movió la cabeza el marino rey
 y sacudió con sus asentimientos todas las ondas.
 Sintió temor la ninfa: nadaba aun así; yo mismo el pecho 605
 de ella, que nadaba, rozaba, latiendo en tembloroso movimiento.
 Y mientras lo toco, todo endurecerse sentí
 su cuerpo, y que en las tierras que lo cubrían se escondía su torso.
 Mientras hablo rodeó sus miembros una nueva tierra, nadando ellos,
 y, pesada, dentro creció una isla de su mutado cuerpo». 610

Filemon y Baucis (611 - 724)

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     El caudal tras esto calló; el hecho admirable a todos
 había conmovido: se burla de los que lo creen, y cual de los dioses
 despreciador era y de mente feroz, de Ixíon el nacido:
 «Mentiras cuentas y demasiado crees, Aqueloo, poderosos,
 que son los dioses», dijo, «si dan y quitan las figuras». 615
 Quedaron suspendidos todos y tales dichos no aprobaron,
 y antes que todos Lélex, de ánimo maduro y de edad,
 así dice: «Inmenso es, y límite el poderío del cielo
 no tiene, y cuanto los altísimos quisieron realizado fue.
 Y para que menos lo dudes, a un tilo contigua una encina 620
 en las colinas frigias hay, circundada por un intermedio muro.
 Yo mismo el lugar vi, pues a mí a los pelopeos campos
 Piteo me envió, un día reinados por su padre.
 No lejos de aquí un pantano hay, tierra habitable en otro tiempo,
 ahora, concurridas de mergos y fochas palustres, ondas. 625
 Júpiter acá, en aspecto mortal, y con su padre
 vino el Atlantíada, el portador del caduceo, dejadas sus alas.
 A mil casas acudieron, lugar y descanso pidiendo,
 mil casas cerraron sus trancas; aun así una los recibió,
 pequeña, ciertamente, de varas y caña palustre cubierta, 630
 pero la piadosa anciana Baucis y de pareja edad Filemon
 en ella se unieron en sus años juveniles, en aquella
 cabaña envejecieron y su pobreza confesando
 la hicieron leve, y no con inicua mente llevándola.
 No hace al caso que señores allí o fámulos busques: 635
 toda la casa dos son, los mismos obedecen y mandan.
 Así pues, cuando los celestiales esos pequeños penates tocaron
 y bajando la cabeza entraron en esos humildes postes,
 sus cuerpos el anciano, poniéndoles un asiento, les mandó aliviar,
 al cual sobrepuso un tejido rudo, diligente, Baucis 640
 y en el fogón la tibia ceniza retiró y los fuegos
 suscita de la víspera y con hojas y corteza seca
 lo nutre y las llamas con su aliento senil alarga
 y muy astilladas antorchas y ramajos áridos del techo
 bajó y los desmenuzó y acercó a un pequeño caldero 645
 y, la que su esposo había recogido del bien regado huerto,
 troncha a esa hortaliza sus hojas; con una horquilla iza ella, de dos cuernos,
 unas sucias espaldas de cerdo que colgaban de una negra viga,
 y reservado largo tiempo saja de su cuero una parte
 exigua, y sajada la doma en las hirvientes ondas. 650
 Mientras tanto las intermedias horas burlan con sus conversaciones
 y que sea sentida la demora prohíben. Había un seno allí
 de haya, por un clavo suspendido de su dura asa.
 Él de tibias aguas se llena y unos miembros que entibiar
 acoge. En el medio un diván de mullidas ovas 655
 ha sido impuesto, en un lecho de armazón y pies de sauce2.
 Con unas ropas lo velan que no, sino en tiempos de fiesta,
 a tender acostumbraban, pero también ella vil y vieja
 ropa era, que a un lecho de sauce no ofendería:
 se recostaron los dioses. La mesa, remangada y temblorosa 660
 la anciana, la pone, pero de la mesa era el pie tercero dispar:
 una teja par lo hizo; la cual, después que a él sometida su inclinación
 sostuvo, igualada, unas mentas verdeantes la limpiaron.
 Se pone aquí, bicolor, la baya de la pura Minerva
 y, guardados en el líquido poso, unos cornejos de otoño, 665
 y endibia y rábano y masa de leche cuajada
 y huevos levemente revueltos en no acre rescoldo,
 todo en lozas; después de esto, cincelada en la misma plata,
 se coloca una cratera, y, fabricadas de haya,
 unas copas, por donde cóncavas son, de flavas ceras untadas. 670
 Pequeña la demora es, y las viandas los fogones remitieron calientes,
 y, no de larga vejez, de vuelta se llevan los vinos
 y dan lugar, poco tiempo retirados, a las mesas segundas.
 Aquí nuez, aquí mezclados cabrahígos con rugosos dátiles
 y ciruelas y fragantes manzanas en anchos canastos 675
 y de purpúreas vides recolectadas uvas,
 cándido, en el medio un panal hay: sobre todas las cosas unos rostros
 acudieron buenos y una no inerte y pobre voluntad.
     Entre tanto, tantas veces apurada, la cratera rellenarse
 por voluntad propia, y por sí mismos ven recrecerse los vinos: 680
 atónitos por la novedad se asustan y con las manos hacia arriba
 conciben Baucis plegarias y, temeroso, Filemon,
 y venia por los festines y los ningunos aderezos ruegan.
 Un único ganso había, custodia de la mínima villa,
 el cual, para los dioses sus huéspedes los dueños a sacrificar se aprestaban. 685
 Él, rápido de ala, a ellos, lentos por su edad, fatiga,
 y los elude largo tiempo y finalmente pareció que en los propios
 dioses se había refugiado: los altísimos vetaron que se le matara
 y: «Dioses somos, y sus merecidos castigos pagará esta vecindad
 impía», dijeron. «A vosotros inmunes de este 690
 mal ser se os dará. Sólo vuestros techos abandonad
 y nuestros pasos acompañad, y a lo arduo del monte
 marchad a la vez». Obedecen ambos, y con sus bastones aliviados
 se afanan por sus plantas poner en la larga cuesta.
 Tanto distaban de lo alto cuanto de una vez marchar una saeta 695
 enviada puede: volvieron sus ojos y sumergido en una laguna
 todo lo demás contemplan, que sólo sus techos quedan;
 y mientras de ello se admiran, mientras lloran los hados de los suyos,
 aquella vieja, para sus dueños dos incluso cabaña pequeña,
 se convierte en un templo: las horquillas las sustituyeron columnas, 700
 las pajas se doran, y cubierta de mármol la tierra
 y cinceladas las puertas, y de oro cubiertos los techos parecen.
 Tales cosas entonces de su plácida boca el Saturnio dejó salir:
 «Decid, justo anciano y mujer de su esposo justo
 digna, qué deseáis». Con Baucis tras unas pocas cosas hablar, 705
 su juicio común a los altísimos abre Filemon:
 «Ser sus sacerdotes, y los santuarios vuestros guardar
 solicitamos, y puesto que concordes hemos pasado los años,
 nos lleve una hora a los dos misma, y no de la esposa mía
 alguna vez las hogueras yo vea, ni haya de ser sepultado yo por ella». 710
 A sus deseos la confirmación sigue: del templo tutela fueron
 mientras vida dada les fue; de sus años y edad cansados,
 ante los peldaños sagrados cuando estaban un día y del lugar
 narraban los casos, retoñar a Filemon vio Baucis,
 a Baucis contempló, más viejo, retoñar Filemon. 715
 Y ya sobre sus gemelos rostros creciendo una copa,
 mutuas palabras mientras pudieron se devolvían y: «Adiós,
 mi cónyuge», dijeron a la vez, a la vez, escondidas, cubrió
 sus bocas arbusto: muestra todavía el tineio, de allí
 paisano, de un gemelo cuerpo unos vecinos troncos. 720
 Esto a mí, no vanos -y no había por qué burlarme quisieran-
 me narraron unos ancianos; yo ciertamente colgando vi
 unas guirnaldas sobre sus ramas, y poniendo unas recientes dije:
 «El cuidado de los dioses, dioses sean, y los que adoraron, se adoren».

Erisicton y su hija (725 - 884)

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     Había acabado y a todos la cosa había conmovido, y su autor, 725
 a Teseo principalmente; al cual, pues los hechos oír quería
 milagrosos de los dioses, apoyado sobre su codo el calidonio caudal,
 con tales cosas se dirige: «Los hay, oh valerosísimo,
 cuya forma una vez movido se ha, y en esta renovación ha permanecido;
 los hay que a más figuras el derecho tienen de pasar, 730
 como tú, del mar que abraza a la tierra paisano, Proteo.
 Pues ora a ti como un joven, ora te vieron un león,
 ahora violento jabalí, ahora, a la que tocar temieran,
 una serpiente eras, ora te hacían unos cuernos toro.
 Muchas veces piedra podías, árbol también a menudo, parecer; 735
 a veces, la faz imitando de las líquidas aguas,
 una corriente eras, a veces, a las ondas contrario, fuego.
     Y no menos, de Autólico la esposa, de Erisicton la nacida,
 potestad tiene. Padre de ella era quien los númenes de los divinos
 despreciara y ningunos olores a las aras sahumara. 740
 Él, incluso, un bosque de Ceres, que violó a segur
 se dice, y que sus florestas a hierro ultrajó, vetustas.
 Se apostaba en ellas, ingente de su añosa robustez, una encina,
 sola un bosque; bandas en su mitad y memorativas tabillas
 y guirnaldas la ceñían, argumentos de un voto poderoso. 745
 A menudo bajo ella las dríades sus festivos coros condujeron,
 a menudo incluso, sus manos enlazadas por orden, del tronco
 habían rodeado la medida, y la dimensión de su robustez una quincena
 de codos completaba; y no menos, también, la restante espesura,
 en tanto más baja toda que ella estaba, cuanto la hierba debajo de este todo. 750
 No, aun así, por esto su hierro el Triopeio de ella
 abstuvo, y a sus sirvientes ordena talar su sagrada
 robustez y, como a los así ordenados que dudaban vio, de uno
 arrebatada su segur, emitió, criminal, estas palabras:
 «No dilecta de la diosa solamente, sino incluso si ella pudiera 755
 ser la diosa, ya tocará con su frondosa copa la tierra».
 Dijo y, en oblicuos golpes mientras el arma balancea,
 toda tembló, y un gemido dio la Deoia encina,
 y al par sus frondas, al par a palidecer sus bellotas
 comenzaron, y sus largas ramas esa palidez a tomar. 760
 En cuyo tronco, cuando hizo su mano impía una herida,
 no de otro modo fluyó al ser astillada su corteza la sangre,
 que suele ante las aras, cuando un ingente toro como víctima
 cae, de su truncada cerviz crúor derramarse.
 Quedaron atónitos todos, y alguno de todos ellos osa 765
 disuadirle de la impiedad e inhibirle su salvaje hacha bifronte.
 Le miró y: «De tu mente bondadosa coge los premios», dijo
 el tésalo, y contra el hombre volvió del árbol el hierro
 y destronca su cabeza, y, volviendo a buscar la robustez, la hiere,
 y emitido de en medio de su robustez un sonido fue tal: 770
 «Una ninfa bajo este leño yo soy, gratísima a Ceres,
 quien a ti, que los castigos de estos hechos tuyos te acechan,
 vaticino al morir, solaces de nuestra muerte».
 Prosigue la atrocidad él suya, y oscilando finalmente
 a golpes innúmeros, y reducido con cuerdas el árbol, 775
 sucumbe y postró con su peso mucha espesura.
     «Atónitas la dríades por el daño de los bosques y el suyo,
 todas las germanas ante Ceres, con vestiduras negras,
 afligidas acuden y un castigo para Erisicton oran.
 Asiente a ellas y de la cabeza suya, bellísima, con un movimiento, 780
 sacudió, cargados de grávidas mieses, los campos
 y le depara un género de castigo digno de compasión, de no ser
 porque él era para nadie digno de compasión por sus actos:
 lacerarlo con la calamitosa Hambre. A la cual, en tanto que ella misma,
 la diosa, no ha de acceder -pues no a Ceres y Hambre 785
 los hados reunirse permiten-, de las de numen montano a una,
 con tales palabras, a una agreste oréade, apela:
 «Hay un lugar en las extremas orillas de la Escitia glacial,
 triste suelo, estéril -sin fruto, sin árbol- tierra.
 El frío inerte allí habitan y la Palidez y el Temblor, 790
 y la ayuna Hambre: que ella a sí misma en las entrañas se esconda,
 criminales, del sacrílego, ordénale, y que la abundancia de las cosas
 no la venza a ella, y supere en certamen a mis fuerzas;
 y para que del camino el espacio no te aterre, coge mis carros,
 coge, a quienes con sus frenos en lo alto gobiernes, mis dragones». 795
 Y los dio. Ella, con el dado carro sostenida por el aire,
 deviene a Escitia, y de un rígido monte en la cima
 -Cáucaso lo llaman- de las serpientes los cuellos alivió,
 y a la buscada Hambre vio en un pedregoso campo:
 con sus uñas, y arrancando con los dientes unas escasas hierbas, 800
 basto era su pelo, hundidos sus ojos, palor en la cara,
 labios canos de saburra, ásperas de asiento sus fauces,
 dura la piel, a través de la que contemplarse sus vísceras podían,
 sus huesos emergían áridos bajo sus encorvados lomos.
 Del vientre tenía, en vez del vientre, el lugar; pender creerías 805
 su pecho y que únicamente por el armazón del espinazo se tenía.
 Había aumentado sus articulaciones la escualidez y de las rodillas henchíase
 el círculo y en desmedida protuberancia sobresalían los tobillos.
 A ella de lejos cuando la vio -pues no a acercársele junto
 se atrevió- le refiere los mandados de la diosa, y poco tiempo demorada, 810
 aunque distaba largamente, aunque ora había llegado allí,
 parecióle aun así haber sentido hambre, y para atrás sus dragones
 llevó a la Hemonia, tornando, sublime, las riendas.
     Las palabras el Hambre de Ceres -aunque contraria siempre
 de ella es a la obra- cumplió, y por el aire con el viento 815
 a la casa ordenada descendió y en seguida entra
 del sacrílego en los tálamos y a él, en un alto sopor relajado
 -pues de la noche era el tiempo-, con sus gemelos codos lo estrecha,
 y a sí misma en el hombre se inspira, y sus fauces y pecho y cara
 sopla y en sus vacías venas esparce ayunos. 820
 Y, cumplido el encargo, desierto deja, fecundo, ese orbe
 y a sus casas indigentes, sus acostumbradas cuevas, regresa.
     Lene todavía el Sueño con sus plácidas alas a Erisicton
 acariciaba. Busca él festines bajo la imagen de un sueño
 y su boca vana mueve y diente en el diente fatiga, 825
 y cansa, por una comida inane engañada, su garganta,
 y en vez de banquetes, tenues, para nada, devora auras.
 Pero cuando expulsado fue el descanso, se enfurece su ardor por comer
 y por sus ávidas fauces y sus incendiadas entrañas reina.
 No hay demora, lo que el ponto, lo que la tierra, lo que produce el aire 830
 demanda y se queja de sus ayunos con las mesas puestas,
 y entre los banquetes banquetes pide y lo que para ciudades,
 y lo que bastante podría ser para un pueblo, no es suficiente a uno solo,
 y más desea cuanto más al vientre abaja suyo,
 y como el mar recibe de toda la tierra las corrientes 835
 y no se sacia de aguas y peregrinos caudales bebe,
 y como robador el fuego ninguna vez alimentos rehúsa
 e innumerables troncos crema, y cuanto provisión mayor
 le es dada, más quiere y por su multitud misma más voraz es:
 así los banquetes todos de Erisicton la boca, el profano, 840
 acoge, y demanda al mismo tiempo: alimento todo en él
 causa de alimento es, y el lugar queda inane, comiendo.
     Y ya de hambre y por la vorágine de su alto vientre
 había atenuado sus riquezas patrias, pero inatenuada permanecía
 entonces también su siniestra hambre y de su inaplacada gola 845
 seguía vigente la llama; al fin, tras abajarse a las entrañas su hacienda,
 una hija le quedaba, no de ese padre digna.
 A ella también la vende indigente: un dueño, noble ella, rehúsa,
 y, vecinas, tendiendo sobre las superficies sus palmas:
 «Arrebátame a mí de un dueño, el que los premios tienes de la virginidad 850
 a nos arrebatada», dice; esto Neptuno tenía,
 el cual, su súplica no despreciada, aunque recién vista fuera
 por su amo que la seguía, su forma le renueva y un semblante viril
 le inviste y de atuendos para los que el pez capturan aptos.
 A ella su dueño contemplándola: «Oh quien los suspendidos bronces 855
 con un pequeño cebo escondes, moderador de la caña», dice,
 «así el mar compuesto, así te sea el pez en la onda
 crédulo y ningunos, sino clavado, sienta los anzuelos:
 una que ora con pobre vestido, turbados los cabellos,
 en el litoral este se apostaba, pues apostada en el litoral la he visto, 860
 dime dónde esté, pues no sus huellas más lejos emergen».
 Ella, que del dios el regalo bien paraba, sintió, y de que por sí misma
 a sí le inquirieran gozándose, con esto replicó al que le preguntaba:
 «Quien quiera que eres, disculpa: a ninguna parte mis ojos
 desde el abismo este he girado, y con ardor operando, en él estaba prendido. 865
 Y por que menos lo dudes, así estas artes el dios de la superficie
 ayude, que ninguno ya hace tiempo en el litoral este,
 yo exceptuado, ni mujer se ha apostado alguna».
 Lo creyó, y vuelto su dueño el pie, con él hundió la arena,
 y burlado partió: a ella su forma devuelta le fue. 870
 Mas cuando sintió que la suya poseía unos transformables cuerpos,
 muchas veces su padre a dueños a la Triopeide la entregó, mas ella,
 ahora yegua, ahora pájaro, ora vaca, ora ciervo partía,
 y le aprestaba, ávido, no justos alimentos a su padre.
 La fuerza aquella, aun así, de su mal, después que hubo consumido toda 875
 su materia, y había dado nuevos pastos a su grave enfermedad,
 él mismo, su organismo, con lacerante mordisco a desgarrar
 empezó, e, infeliz, minorándolo, su cuerpo alimentaba.
     «¿A qué demorarme en extraños? También para mí, la de muchas veces renovar
 mi cuerpo, oh joven, fue en número limitada, mi potestad: 880
 pues ora el que ahora soy parezco, ora me giro en sierpe,
 de la manada ora el dirigente, mis fuerzas en los cuernos asumo...
 Cuernos mientras pude. Ahora esta parte otra carece del arma
 de la frente, como tú mismo ves». Gemidos siguieron a esas palabras.